La educación sigue sin importarle a nadie en nuestro país
Cuando se decretó la cuarentena escolar, la educación pareció adquirir una importancia que ya hacía muchos años no tenia. Tuvimos la impresión de que por fin la sociedad se daba cuenta de que era un tema crucial para nuestro futuro, tanto en lo individual como en lo colectivo. En los medios se hablaba todo el tiempo de los posibles efectos del cierre, fueron entrevistados especialistas, muchos funcionarios y padres. En menor medida, sindicalistas, docentes y directivos. Posiblemente porque fue el sindicalismo el sostén principal de la clausura. Hubo mucha presencia de epidemiólogos y psicólogos, además de pedagogos.
Aparecieron, muy marginalmente, pero al fin tomaron la palabra por sí mismos, docentes que se organizaron para pedir la apertura de las escuelas. Nació un nuevo actor con mucha gravitación en la opinión publica que fue la organización de padres; hicieron sentir su reclamo con tanta potencia que generaron una corriente de opinión a favor de la apertura, y esta tuvo tal peso en las encuestas que obligó al Gobierno a levantar la cuarentena escolar.
Muchos, entre los que me encuentro, recibimos a la organización de padres con verdadera esperanza; era hora de que la discusión pública de los temas educativos sumara voces que aportaran visiones e intereses diferentes de los de los funcionarios y los sindicalistas, que hasta hoy son los artífices de la política del sector. También fantaseamos (porque el anhelo nunca desaparece) con que, para la educación, habría un antes y un después de la pandemia. Que vendrían tiempos mejores. Que en vista de los déficits de nuestro sistema educativo, se iniciaría una época de cambios beneficiosos.
A poco de andar, y con los chicos retornando al seno escolar, la discusión se desplazó muy claramente el tratamiento de los protocolos, las burbujas, los riesgos, las distancias y los inconvenientes que generaban las suspensiones por amenazas de contagio. Los padres siguieron bregando por el retorno pleno de los chicos a las clases presenciales. Volvió la palabra de los sindicalistas, que protagonizaron algunos empujones, para reclamar por el riesgo que corrían los docentes en el ámbito escolar.
Se desarrolló una disputa política tensionada por la grieta entre los que apoyaban el retorno y los que resistían con todo tipo de tretas. Un colega escéptico cuestionó mi expectativa optimista con un comentario sobre el cortoplacismo de un reclamo solo inspirado en el desorden familiar que generaba la ausencia de escuela.
Recientemente se dieron a conocer los resultados de las pruebas realizadas por la Unesco en 2019 en dieciséis países de la región, entre alumnos de tercero y cuarto grados de la primaria. Los resultados mostraron que nuestros chicos aprenden poco y nada de matemáticas, lengua y ciencia. A raíz de esta noticia, hubo nuevamente artículos, entrevistas a especialistas y a algunos funcionarios, y allí murió todo. La sociedad, ausente. Las organizaciones de padres confirmaron la opinión de mi colega Su problema no es la calidad de la educación, sino que no tengan escuela donde mandar a los chicos.
¿Cómo pensar este fenómeno? ¿Los padres no creen en los resultados de las pruebas?, ¿o creen que son otros los chicos que no saben y que los de ellos son la excepción? O tal vez piensen que aprender o no aprender no tiene importancia, que las posibilidades futuras de sus hijos dependen de su red social. O tal vez los que tienen la voz cantante en la organización de padres son los que mandan a sus hijos a escuelas privadas y ahora se sienten al margen de la suerte de los chicos que van al circuito público. Sea como fuere, no reaccionaron. No les importó. No les importa la suerte de la educación del país. Otra expectativa frustrada.
No hubo otras voces, solo especialistas y periodistas. Solo un movimiento superficial que cubrió algunas páginas y espacio de radio, televisión y redes.
Retomando los intercambios que se sucedieron durante la cuarentena, recuerdo claramente que se habló sobre la necesidad de renovar, cambiar la escuela secundaria, que da señales muy claras de obsolescencia, y de hartazgo por parte de alumnos y no pocos docentes. En lo personal, pensé que después del largo período de cierre los funcionarios habían tenido la oportunidad de idear cambios sustantivos para el nivel, que no solo permitieran recuperar el tiempo perdido, sino también idear una propuesta más acorde con las características del mundo en que estamos viviendo.
No fue así: nuestros funcionarios se ocuparon de analizar los daños producidos en el viejo modelo y generar los parches que creen necesario implementar para que todo siga pareciendo como que funciona. Volvimos a la vieja discusión de cuántas materias y en qué turnos hay que aprobar para no repetir, cuándo tendrán clases de apoyo y qué recorte de contenidos es necesario hacer para que en el menor tiempo posible estos se puedan introducir en la cabeza de los chicos. Es como si tuviéramos un viejo auto que anda mal desde hace tiempo, al que un terremoto lo hace volar por los aires y en vez de cambiarlo decidimos gastar plata y esfuerzo en repararlo.
En el caso de la escuela cambiar las tecnologías de enseñanza, las prácticas de los docentes y las rutinas escolares se puede hacer sin mandar a nadie al cementerio, se trata de modificar lo que siempre se ha hecho y buscar el modo en que los mismos agentes hagan otras cosas.
Claro que se requiere generar una narrativa de futuro que le dé sentido al cambio y desarrollar una logística para la transformación. No es que hay que inventar lo nuevo, ya hay muchos ejemplos a tomar en distintos países e incluso en el nuestro que pueden adoptarse para modificar una escuela en la que ahora los niños y jóvenes no aprenden, ni lo propio de la cultura letrada ni lo que exige la era digital.
Por supuesto que cualquier cambio implica cierto conflicto de intereses que hay que afrontar. Pareciera que nuestros funcionarios de educación están dispuestos a sacrificar el futuro de una generación y con ella, el de toda la sociedad, antes que correr los inevitables riesgos de negociar los intereses instituidos.
Todo ha sido retórica, nada fue de verdad. La educación sigue sin importarle a nadie en nuestro país.
Investigadora de Flacso y miembro del Club Político Argentino