La edad de la indignación
La trama de La edad de la inocencia, la novela de Edith Wharton que muchos conocimos por el film del mismo título dirigido por Martin Scorsese, describe una sociedad en la que rígidas normas y convencionalismos disimulan con “buenas maneras” una hipocresía que no se detiene ni ante la autoflagelación.
Tal vez, en el futuro, estos años serán recordados como “La edad de la indignación”: ya casi no es posible decir nada en público sin recibir a cambio una respuesta airada, furibunda o incluso amenazante. En este “multidiálogo” que está a la orden del día gracias a los medios digitales, no importa que se plantee A o Z, todo argumento, incluso meros datos fácticos (como si dijéramos “ayer estuvo soleado”) serán devueltos con una violencia que desconcierta. No existe vínculo lógico entre una afirmación y el enojo que provoca. O, dicho de otra forma, se nos “soltó la chaveta”.
En nuestra esfera social, no se cumple la tercera ley de Newton, que dice que a toda acción corresponde una reacción (cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste reacciona con una fuerza de igual magnitud y dirección pero de sentido contrario). Parecerá una observación banal, pero ya se convirtió en materia de estudio en muchos ámbitos. Incluso se habla de grupos de “odiadores”, personas que se complacen en atacar coordinadamente como si fueran pirañas disfrazadas de jueces sin fines de lucro. Siempre hubo individuos violentos, pero la ferocidad generalizada que se da en el mundo virtual es inédita. Es cierto que se trata de una agresión que no pasa de lo verbal, pero eso no la hace menos menos nociva.
Las neurociencias, la sociología y la filosofía ofrecen hipótesis para explicarla. En estos días, un psiquiatra llamado Pablo Malo (al que no conozco personalmente) difundió ideas interesantes que podrían aplicarse a este problema: postula que aunque “la moral es el eje del buen funcionamiento social, mantiene nuestros instintos egoístas más básicos al servicio del bien del grupo, y favorece la cooperación y el altruísmo dentro de la comunidad”, también tiene aspectos negativos.”Vilipendiamos y deshumanizamos a aquellos que no están de acuerdo con nuestras creencias y justificamos cualquier medio en función de un fin moral que consideramos bueno. La moralidad altera nuestra interpretación del mundo que nos rodea afectando nuestro razonamiento”, sugiere.
Según el especialista, las convicciones de que ciertas cosas son buenas y otras, malas se experimentan como si fueran “objetivamente ciertas” e indiscutibles, y se asocian a emociones muy fuertes (miedo, ira, amor, compasión, culpa, vergüenza y asco). Además, pueden dar lugar a valores sagrados o protegidos que nos hacen responder de forma intolerante y peligrosa, tratando a los que no pertenecen a nuestro grupo como si fueran “alimañas” (ratas, cucarachas), que merecen ser eliminadas.
Esta semana, en la revista Nature, la neurocientífica del University College London, Tali Sharot, propone mejorar la información que circula por las redes digitales ofreciendo alicientes a los que se comporten bien en lugar de castigar a los que incurran en prácticas incorrectas. Dado que incluso recompensas triviales tienen una fuerte influencia en el comportamiento de las personas, habría que ofrecer zanahorias a cambio de la verdad (a través de recompensas simbólicas o concretas), en lugar de castigar a los difunden mentiras.
Ahora, dice Sharot, los usuarios son recompensados cuando sus mensajes convocan a las masas. ¿Qué pasaría si fueran premiados por su confiabilidad y precisión? No es fácil implementrarlo, pero he aquí un lindo desafío para especialistas en inteligencia artificial. Tal vez resaltando la verdad (¿y porqué no la belleza y la bondad?) podamos neutralizar a esas bestias salvajes que todavía llevamos dentro.