La doctrina social de la Iglesia es un don de Dios
La doctrina social de la Iglesia no es una carga, sino un verdadero regalo de Dios a la humanidad, porque ilumina sobre los correctos principios en la formulación de las leyes que deben regir las relaciones políticas, económicas y sociales, muchas veces difíciles de alcanzar, al quedar los conflictos por la escasez de bienes a la merced de las pasiones, que oscurecen la razón y endurecen el corazón humano. Por ello, a lo largo de la historia, las enseñanzas de la Iglesia han sido una fuente de gran inspiración, no sin dejar de recibir acusaciones extremas, en cuya raíz subyace un erróneo escepticismo acerca de su idoneidad para comprender lo que toca a las realidades más temporales del hombre.
Es un postulado evidente del bien común que no todo deba medirse exclusivamente con la vara de la eficiencia económica inmediata, ya que también existen otros valores superiores desde el punto de vista moral, político y social. En su famosa obra Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Adam Smith juzgó la ley de navegación como la reglamentación más sabia de Inglaterra afirmando que “la defensa es mucho más importante que la opulencia”.
Nuestro país, en especial la ciudad de Buenos Aires, es ejemplo de solidaridad asistencial a través de los hospitales públicos, como lo es México en el asilo político o Albania en la acogida de los refugiados. La hermandad latinoamericana, legado de la hispanidad, impide el rechazo absoluto de toda asistencia a enfermos de países vecinos. Los abusos de una atención masiva e indiscriminada pueden evitarse con la intervención de comisiones médicas en colaboración con las autoridades extranjeras.
La educación estatal gratuita, incluida la universitaria, asegura un mínimo de igualdad de oportunidades. Debe estar libre de finalidades ideológicas y políticas, buscando solo la excelencia del conocimiento. Ello no excluye facilitar la elección de la educación de gestión privada, en especial si procura la educación religiosa, garantizada por los tratados. Los aportes estatales son un derecho exigible y no una concesión graciosa sujeta a la discreción del gobernante de turno.
No es posible que en un país de tanta extensión y riqueza existan familias viviendo en la miseria a la vera de aguas inmundas. Una ley nacional que posibilite emprender loteos privados libres de trabas burocráticas, con ciertas exenciones impositivas o arancelarias y líneas crediticias adecuadas para la adquisición de terrenos, materiales y contratación de mano de obra para la autoconstrucción de la vivienda propia, además de dar estabilidad a las familias, evitará los sobreprecios de los planes estatales y los favoritismos políticos en su asignación. Una mayoría de población propietaria ahuyenta la demagogia electoral.
La emergencia alimentaria, sobre la que advirtió oportunamente la Conferencia Episcopal Argentina, obliga a evaluar el componente fiscal directo o indirecto de las necesidades básicas. Es un purismo ingenuo e injusto que se apliquen de igual forma impuestos sobre el alimento, el vestido, la habitación, la educación y la salud más imprescindibles que con relación a aquello tiene destino final el lujo y la disipación. De lo contrario, según el autor citado, se produce “una desigualdad de la peor especie porque a menudo inciden más sobre los pobres que sobre los ricos”. La bendita Madre Teresa se indignaba no contra la comodidad, ya que decía podía haberse ganado trabajando, sino contra el dispendio y el derroche. El juego –siempre degradante y expoliador– y el lujo excesivo en medio de la pobreza e indigencia llevan a la ruina económica de personas y familias enteras a través de la imitación. En los verdaderos cristianos –y en todo hombre de buena voluntad–, la modestia y la austeridad deben ser la regla y así deben ser educados los niños, especialmente los de más acomodada condición, para ser ejemplo integrador de armonía y paz social.
El alimento de los niños –desde la concepción hasta los 18 años– y sus demás necesidades son un derecho porque resultan imprescindibles para el sostén de la vida, que el Estado debe siempre garantizar. Ello comprende también a toda otra persona vulnerable sin ingresos ni posibilidades de trabajar. La asignación universal por hijo y las pensiones por discapacidad –real y comprobada– y vejez son una ayuda justa que no merece la crítica genérica de otros planes sociales que, por su inexacta formulación, asignación o falta de control, dan lugar a grandes abusos que llevan a la desidia y al manejo político.
Nunca debe ser vista como sospechosa la ayuda a los pobres por parte de ningún miembro de la Iglesia, de las otras confesiones religiosas ni de las organizaciones sociales que no dan indicios de insinceridad o corrupción. Esa desconfianza impide el diálogo en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales y no es el sentido profundo de la regla de San Pablo de que “el que no quiera trabajar, que no coma”. Es un recurso fácil caer en el simplismo o aun en la tentación de buscar la culpa en el necesitado, para no dar hasta que duela, incluso a los adictos y a los alcohólicos, como decía la Madre Teresa. La existencia de un sistema político, legal, económico y social inequitativo, consecuencia del gasto público superlativo e ineficiente y su correlato necesario de un brutal exceso de impuestos distorsivos, el enorme endeudamiento público y las regulaciones agobiantes no son justificativo para abandonarlos en esa triste y a veces desesperada situación, como si ellos fueran los responsables de ese régimen perverso. Nadie puede quedar excluido de la caridad, recuerda la Oración por la Patria.
El justo equilibrio entre el mandato bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente y las obras de misericordia evangélicas –como dar de comer al hambriento– veda el asistencialismo improductivo –siempre injusto hacia los que trabajan– y la indiferencia ante la necesidad del prójimo, en especial de los más impedidos para trabajar. Los hombres deben actuar en todos los campos “con la valentía de la libertad de los hijos de Dios” –según la feliz expresión de la Oración por la Patria–, lo que no exime –todo lo contrario– de las obligaciones impositivas y laborales; ni justifica ganancias empresarias desproporcionadas a través de prebendas o condiciones monopólicas o el abuso sindical de la huelga y la protesta por medio de la violencia. La Constitución nacional consagra la libertad individual de ejercer el comercio y la industria, con los límites de la moral, el orden público y los derechos de terceros; la de trabajar con protección contra el despido arbitrario, y los derechos de propiedad y defensa en juicio, incompatibles con la aplicación de multas, costas o intereses exorbitantes, que en lugar de proteger el trabajo incitan y multiplican reclamos indebidos, con grave daño social al desalentar la creación del empleo.
El beato Fray Mamerto Esquiú y el venerable siervo de Dios Enrique Shaw nos sirvan de modelo en la búsqueda de soluciones justas a los problemas sociales y económicos de nuestra patria.
Presidente de la Corporación de Abogados Católicos