La doctrina del “manotazo” al Estado
Desigualdad obscena: mientras miles de jubilados mueren sin que se les reconozcan las sentencias por el 82% móvil, otros reclamos se resuelven con llamativa celeridad y curiosa generosidad
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Una expresidenta le reclamó al Estado un retroactivo de 120 millones por una doble pensión que le asegura, además, un ingreso mensual de 2,5 millones de pesos. Un periodista que se reivindica a sí mismo como “militante” también le hizo juicio al Estado, por dejarlo supuestamente sin trabajo cuando el gobierno anterior levantó 6,7,8. Acaba de conseguir, con llamativa velocidad, un fallo que le asegura el cobro de 15 millones de pesos, más 3,5 millones a su abogado (a la sazón un allegado al poder) y casi un millón a su perito contable. Al mismo Estado, una actriz que también ha sido parte del oficialismo le cobrará, tras un reclamo tardío, una indemnización de 11,4 millones por haber tenido que exiliarse en la década del setenta, aunque haya sido antes del golpe de Estado. Cada reclamo ha encontrado, sin duda, resquicios legales, con fundamento en la letra de algún contrato o un decreto, alguna ley o resolución. Sin embargo, parecen expresar –más allá de tecnicismos en uno u otro expediente– una concepción que, por un lado, declama el “Estado solidario” y, por el otro, recurre a una ética del “manotazo”, en la que las arcas públicas se conciben como un barril sin fondo al que siempre se les puede sacar una tajada.
Cada expediente es distinto, pero todos remiten a una cultura similar y están impregnados de la misma ideología. Serían casos individuales si no expresaran un patrón común. A la hora del discurso, se habla del Estado “para todos y todas” mientras se califica de “buitres” a los acreedores que quieren cobrar, y de “voraces” a los que defienden ganancias obtenidas con su propio riesgo y esfuerzo. A la hora del interés personal, toda causa se vuelve “justa” y no importa cuánto le cueste al presupuesto público. Se repudian las deudas cuando son con otros; se las ejecuta sin contemplaciones cuando el acreedor es uno. La desigualdad resulta obscena: mientras miles de jubilados mueren sin que se les reconozcan las sentencias contra el Estado por el 82 por ciento móvil, otros reclamos se resuelven con llamativa celeridad y con curiosa generosidad. En las causas de los amigos, el Estado parece mal abogado de sí mismo: no apela, no discute, no regatea ni demora. Y responde con “mano suelta” aunque se trate de cifras exorbitantes.
Los casos que han adquirido notoriedad en los últimos meses revelan la hipocresía con la que muchas veces se concibe al Estado: por un lado, se lo reivindica, por el otro se lo despluma. Se actúa con la idea de que lo que se le cobra al Estado no lo paga nadie; como si esos millones no se les restaran a la asistencia social, al sistema hospitalario o a la escuela pública. O como si no se los pagara con emisión, que es el gran combustible inflacionario. Cuando se discute “la mía”, nadie parece interesado en evaluar “daños colaterales”.
Responde, además, a una concepción “victimista”, que hace que muchos se sientan acreedores de algún tipo de reparación o reconocimiento, aun cuando su condición de “víctimas” resulte más que dudosa. Por supuesto que, en muchos casos, la indemnización es un acto de justicia. Es inevitable, sin embargo, formular algunas preguntas: ¿se aplica una vara pareja?; ¿rige algún criterio de prioridad?; ¿o hay un Estado para los amigos y otro para el resto? Cualquier abogado que haya litigado en el fuero contencioso administrativo sabe que algunos expedientes suben por el ascensor y otros por la escalera. Pero sabe, sobre todo, que muchos van “al muere”, mientras otros se despachan con sugestivo favoritismo.
La millonaria indemnización que ha aceptado pagar la Televisión Pública deriva, en realidad, de un contrato entre el demandante y una productora privada. Surge entonces otro interrogante incómodo: ¿es más fácil, para un “militante del poder”, cobrarle al Estado que a su empleador privado? La respuesta está a la vista. ¿Por qué el Estado no agotó las instancias de apelación? Las razones no habría que rastrearlas en los códigos sino en la política.
Hay, además, razones éticas que exceden cualquier formalismo o resquicio legal. No todos los periodistas del canal del Estado han seguido el mismo camino, como tampoco lo han hecho otros actores que debieron irse del país en los tiempos más oscuros de la Argentina. Lo cierto es que fallos como los aquí aludidos sientan una “jurisprudencia” del despojo que podría abrir la puerta a otra catarata de juicios. Hacen que, además, muchos se sientan habilitados: si una expresidenta reclama doble pensión y se le reconoce un retroactivo millonario, ¿por qué debería inhibirse un “soldado” del periodismo militante? Ya hay demandas en cascada de expanelistas de 6,7,8.
Son casos que hablan de otros rasgos de la Argentina contemporánea: la ejemplaridad ha dejado de ser un valor; el “manotazo” se ha incorporado a la cultura política y el favoritismo parece haber reemplazado cualquier noción de ecuanimidad. Puede parecer inconexo, pero es esta cultura la que explica que haya funcionado un vacunatorio vip o que asistamos, ahora, a un arreglo económico del Presidente para cerrar una causa por festejar un cumpleaños mientras les prohibía a los ciudadanos despedir a sus muertos.
Ser funcionario, militante o figura pública para muchos han dejado de ser roles que impliquen mayores deberes y obligaciones; se los asume como privilegios. Nadie ha explicado mejor esa filosofía que el propio jefe de los abogados del Estado.
Cuando al procurador general del Tesoro, Carlos Zannini, le preguntaron por el caso de otro periodista militante que fue célebre beneficiario del vacunatorio vip, reveló públicamente el consejo que le había dado: “No tenés que actuar con culpa; tenés derecho a eso porque sos una personalidad que necesita ser protegida por la sociedad”. Es una doctrina que tal vez haya inspirado algunos de los reclamos que acaban de derivar en millonarias indemnizaciones. Es probable que cada uno de los demandantes se autoperciba como “una personalidad” que debe ser protegida, y por qué no, financiada por la sociedad. El poder siente que tiene derecho, antes que obligaciones. Alimenta, así, la hoguera del enojo social.
En el caso del “periodista indemnizado” sobrevuela, también, otra idea muy extendida: el empleo en el Estado es para siempre; no importa que la función, el organismo o, en este caso, el programa (si así pudiera llamarse a 6,7,8) hayan dejado de existir: hay “derecho” a seguir cobrando. ¿Aunque no se trabaje? Aunque no se trabaje. No importa que esta cultura asfixie al Estado, hipoteque el futuro y alimente un círculo vicioso en el que se desangra la propia Argentina. En nombre del estatismo, se practica un “estaticidio”. Para sectores identificados con el seudoprogresismo, la solidaridad y el distribucionismo tienen un límite: el del propio afán de lucro. Después de todo, siempre se podrán aumentar retenciones (y enarbolar banderas ideológicas) para pagar retroactivos e indemnizaciones millonarias a funcionarios y amigos del poder.
No se trata de discutir casos particulares, sino de poner en debate una concepción del Estado y un estándar de hipocresía en el ideologismo dominante. Habrá que empezar por las nociones más elementales: los recursos públicos no son una abstracción; lo que paga el Estado lo pagamos todos. Hay casos que llaman la atención por los montos y los protagonistas, pero no son aislados: son parte de un sistema que exprime al erario público, crea una jurisprudencia viciosa y provoca un efecto contagio. “El Estado no va a quebrar por una indemnización más, o una indemnización menos”. Cuando decenas y decenas de miles empiezan a pensar así, se quiebra algo más que el Estado: se quiebra la ética del esfuerzo ciudadano. No naturalizar estas cosas, ni mirarlas con resignación, tal vez marquen el comienzo de un cambio.