John Cheever: la doble cara de un maestro americano
Los cuentos, los diarios y relatos olvidados del autor de Crónica de los Wapshot retratan de cuerpo entero a un narrador en estado de gracia y un individuo torturado
La inútil obsesión por la gran novela americana parece haber dejado en segundo plano lo obvio: que en la literatura estadounidense del siglo pasado todo era cuento, o casi.
Hubo tiempos en que a John Cheever (1912-1982) se lo definía como el eslabón que conectaba a Francis Scott Fitzgerald con John Updike (al novelista de Corre, conejo se lo podría reemplazar hoy por otro cuentista, Raymond Carver, que supo compartir con Cheever más de una bacanal alcohólica). Esas definiciones desconcertadas y devaluatorias se daban a fines de los años setenta, cuando empezaba a tener efecto la publicación de The Stories of John Cheever (1978), la colección que terminó por cambiar la imagen que se tenía hasta entonces de Cheever –admirado y al mismo tiempo ninguneado– para entronizarlo como maestro del relato.
La doble referencia tenía asidero: Fitzgerald había sido un creador meteórico y profuso, y Cheever compartía algo de su ligereza y ambientes; Updike, más joven que él, autor en boga, también hacía gala de un realismo social de imaginación detallada. Pero algo más los aliaba: los tres hicieron carrera en publicaciones masivas. Ganarse la vida publicando cuentos en revistas –para un autor argentino una posibilidad así todavía hoy suena a utopía– era una salida tentadora en los años de entreguerras, pero el acceso al nutrido mercado estadounidense escondía también una condena. La asociación de Cheever con la sofisticada y algo tilinga The New Yorker lo marcaría durante mucho tiempo como, justamente, eso: un escritor de revistas. Es el destino del que escapó J.D. Salinger, miembro más joven de esa escudería, al pasar a la clandestinidad literaria. Había un tono The New Yorker y Cheever era su firma más reconocible: desde 1935, hasta fines de los años sesenta, cuando el vínculo se resintió, el escritor llegó a publicar en sus páginas nada menos que 121 relatos.
Cuentos –como se conoce The Stories … en castellano, que acaba de ser reeditado por Random House junto con los Diarios y una selección de cartas–, el libro que cambió la idea que se tenía de Cheever por primera, pero no última vez, es una colección parcial: contiene "apenas" 61 relatos, la mayoría, aunque no todos, salidos de las páginas de la revista de la que fue insignia. Parece insólito que, en tiempos en que la menor anotación de un autor consagrado alcanza la página impresa, muchos de esos cuentos permanezcan en un arcón (o en hemerotecas, reales o virtuales). Trece de esos relatos obviados vieron, sin embargo, la luz en Fall River, una colección póstuma de 1986, que editorial Godot acaba de lanzar en traducción de Ariel Dilon (existía una versión anterior, peninsular, bajo el título El hombre al que amó y otros cuentos dispersos). Cheever no le tenía aprecio a las historias que escribió antes de la Segunda Guerra: las consideraba simples sketches y con su editor, Robert Gottlieb, las eliminó de cuajo de su volumen consagratorio, al igual que todo el contenido de The Way Some People Live (1943). No les faltaba razón por aquel entonces, pero ya pasado el tiempo y con los cuentos mayores tenidos por clásicos, vale detectar cómo en Fall River va germinando en miniatura todo un estilo, con la tendencia al toque epifánico (originado en Chejov, formateado a conciencia por Joyce en Dublineses y retomado por Hemingway) que se convertiría en una adquisición permanente de toda la literatura estadounidense.
El encanto de Cheever como narrador primerizo (basta leer "Bayonne" o "La oportunidad") es, de todos modos, un lugar de llegada más que de partida. Antes conviene pasar por la experiencia de Cuentos con la coartada estadística de que la mayoría de sus piezas (de "Adiós hermano" a "El marido rural" o "Metamorfosis") son obras únicas del género, de esas que se permiten salir aleteando de pronto, en el mejor estilo Cheever, hacia cualquier punto cardinal. A tal punto es así que "La radio enorme", uno de los relatos más citados (es de 1953 y se centra en un aparato que permite escuchar lo que sucede en los distintos departamentos de un edificio neoyorquino), puede valorarse como una fantasía menor.
Los cuentos de Cheever –realistas, más allá de algunas excursiones fantásticas– exploran la psicopatología cotidiana de la clase media del este norteamericano, sobre todo en su versión suburbana, que tiene, aunque no lo aparente, mucho de cárcel de cristal. El conflicto entre lo sensual y el puritanismo ambiente es una constante, que se resuelve por la sátira y la excentricidad de muchos personajes. El lirismo tiene sus salidas sorpresivas: el escritor explicaba sus alusiones a la mitología, que desconcertaban a sus lectores, explicando que en su infancia ese tipo de conocimiento era muy valorado. Hay que darle la razón si se toma nota de que en Estados Unidos abundan los nombres de localidades, de Ithaca a Athens, que parecen salidos directo de Plutarco. No en vano, además de "Chejov de los suburbios", se lo bautizó como "el Ovidio de Ossining", la localidad durante vivió las últimas décadas de su vida.
Los desplazamientos de piscina en piscina del protagonista de "El nadador", uno de sus cuentos más perfectos, replica con ironía el retorno de Ulises a su isla, pero el resquebrajamiento de su aparente prosperidad y estabilidad psicológica puede leerse también bajo otras claves, casi como una confesión del desconcierto de su creador.
Como todo autor al que su época corteja y al mismo tiempo subvalora, había algo anacrónico en Cheever. Todo escritor lo es y él mismo estaba al tanto, como recuerda en el prólogo a Cuentos, de que sus historias eran como icebergs a la deriva, reflejo de los tiempos perdidos en que "Nueva York todavía tenía una luz de río" o podía escucharse a Benny Goodman en cualquier esquina. Tal vez por eso la distancia del tiempo, cuando todo anacronismo queda cancelado, permita leer mejor también sus novelas (Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot, Bullet Park, Falconer, Parecía un paraíso), que a sus contemporáneos les resultaron más difíciles de calibrar todavía que sus cuentos.
Cheever consideraba que un escritor debe hablar sobre todo por sus libros y no exponer la vida privada, como empezó a volverse norma en los años sesenta. Se dio, sin embargo, una nueva vuelta de tuerca. Si el aprecio por sus narraciones cambió hacia el final de su carrera, después de su muerte, en 1982, lo que cambió fue el retrato que sus lectores se hacían de él.
A pesar del perfil pesimista y zumbón que realiza de su sociedad, con algunas notas de optimismo que podían tomarse por un eco religioso y moral, a Cheever se lo tenía por un individuo promedio. Se conocía su problema con el alcohol, pero sobre todo pasaba por escritor laborioso, de dudoso acento aristocrático, fielmente familiero, con su mujer de siempre y un trío de hijos adorables. La publicación póstuma de sus Diarios, en 1992, puso en crisis esa estampa bucólica. Cheever se convirtió, de pronto, en otro: un ser de doble faz, atormentado como un poeta maldito que, sin darse cuenta del todo, se hubiera extraviado entre la clase media de las periferias.
Como los Cuentos, los Diarios no están completos: según revela Gottlieb, se publicó apenas una vigésima parte de los cuadernos que el escritor fue anotando día a día. Dejando a un lado el doble valor de esas páginas –están formidablemente escritas, con una franqueza sin filtros–, Cheever no solo narra en detalle sus problemas con el alcohol y el tabaco, sus angustias económicas y creativas, sino las tensiones familiares, en las que jugaba un papel central la culposa bisexualidad del escritor, que podía sentirse eróticamente atraído tanto por una actriz como por uno de sus estudiantes. Cada línea parece revelar una fragilidad inesperada. En algún momento, torturado por la relación con su mujer, el escritor decide ir con ella a un psicoanalista para que la ayude: la conclusión del especialista es que el problema, un nudo de narcisismo irresoluble, es en realidad él. "Una carta de suicida de más de mil páginas", definió su antiguo alumno, el novelista Allan Gurganus, esa melancolía de alta concentración.
Para develar las fuentes de tanta zozobra inesperada (que incluye, en la infancia, una familia en bancarrota, la expulsión del colegio, que Cheever no terminaría nunca, y una iniciación sexual traumática) se pueden releer los diarios en busca de claves perdidas, pero también acudir a la biografía definitiva que le dedicó Blake Bailey. En ella, el cuentista, el padre que adora con torpeza a su mujer e hijos, el hombre que supo contar a tantos con ironía y talento se convierte en héroe de su propia, increíble, nada envidiable novela de no ficción.