La distancia entre tener la lapicera y ejercer el poder de gobernar
No hay democracia sin deliberación pública, sin un ágora en la cual se vaya construyendo de a poco una verdad coral
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Hijo de un dirigente sindical, el coronel Francisco Cornicelli se granjeó la confianza del general Alejandro Agustín Lanusse en las arduas escaramuzas con Onganía y Levingston. Le encomendaba tareas casi imposibles. Para el radicalismo, la oferta del Ministerio del Interior al dirigente Arturo Mor Roig constituía una encerrona: rehusar podría ser visto como un desplante justo cuando los militares abrían el diálogo político, pero aceptar significaría mimetizarse con un gobierno de facto. Cornicelli convenció a Balbín y logró el objetivo.
Ese buen antecedente llevó a Lanusse a otorgarle un cometido de más vastos alcances: visitar en secreto a Perón. Ya el 12 de abril de 1971 viajó a Madrid Jorge Paladino para tantear al líder exiliado. Desde allí llamó por teléfono a Cornicelli y le dio un mensaje cifrado: “Hay agua en la pileta”. Solo un puñado de oficiales conocían la misión: uno fue Jorge Cáceres Monié, jefe de Policía, que le emitió un pasaporte falso. Tres días después emprendió viaje. Cuando Paladino lo recibió en Madrid llevaba el uniforme del Ejército debajo de un impermeable.
La fantasía de Lanusse era desarmar ese liderazgo inefable. Autoexclusión era la palabra mágica. Imaginaba como moneda de cambio la devolución del cadáver de Evita, las pensiones impagas, el patrimonio incautado y un retiro honroso. Perón entendió todo y jugó la partida con la picardía que lo caracterizaba. En un segundo viaje Jorge Antonio sorprendió a Cornicelli: “Para que usted no quede mal con su jefe, debo contarle que Perón tiene solo seis meses de vida”, se franqueó mientras exhibía unas radiografías del pulmón. Tanto la versión como las placas eran falsas. Así fue esa esgrima durante los meses de negociación. Por eso en uno de los encuentros el mítico general “amortizado” agarró del bracete al enviado, mientras caminaban por el jardín, y largó la pregunta: “Pero dígame, Cornicelli, ¿qué quiere Lanusse?”. El competente go-between contestó con sinceridad: “General, lo que Lanusse quiere es ser presidente”. Entonces Perón lanzó una sonrisa memorable: “Se ve que estoy muy desinformado, pensé que ya era”.
Esta boutade mide la distancia entre tener la lapicera y tener el poder. Lanusse se ilusionaba con presentarse a las elecciones y adquirir un estatus menos ficticio del que tenía. Peor aún es el caso de Alberto Fernández, quien asumió sin votos propios y con la vicepresidenta emitiendo órdenes mediante un sistema de código morse postal. No seguir los consejos que da Maquiavelo en el capítulo VII de El príncipe a quienes obtienen el poder “como regalo” lleva a perderlo rápidamente: nada parece haber aprendido Alberto de su idolatrado Néstor Kirchner.
La anécdota de Cornicelli invita también a reflexionar sobre el monto de poder necesario para gobernar. En los años 70 y 80 se discutía si no era mejor generar primero el crecimiento económico y después democratizar. Sobre la base de que el hambre no es discursivo, se pensaba que el ciudadano anclado en una economía próspera podía votar con más discernimiento. El propio Onganía hablaba, en sus delirios franquistas, de tres tiempos sucesivos: el económico, el social y el político. La experiencia demostró el error: sin instituciones democráticas los países pueden crecer (son ejemplo de ello desde China hasta Irán), pero jamás se desarrollan ni progresan, conceptos bien distintos que incorporan objetivos tales como que la población lea más diarios o que exista una educación pública de excelencia. La autocracia es un atajo tentador, porque muchos piensan que basta aplicar las medidas económicas correctas y el país sale despedido hacia adelante como un cohete, pero ese modelo tiene las clásicas desventajas de los atajos: es como comprar, más barata, una obra de arte robada.
La democracia liberal es un sistema lento, de aprendizajes dolorosos, con tropiezos, pero el único que a la larga garantiza un éxito duradero. El gobierno del presidente Mauricio Macri incurrió en errores, pero quienes lo critican por no haber eliminado de cuajo todas las distorsiones, por no haber gobernado con decretos tajantes, arrasando a los que se opusieran al cambio lo que no entienden es que no hay democracia sin deliberación pública, sin un ágora en la cual se vaya construyendo de a poco una verdad coral. El gradualismo de Macri no solo medía su debilidad política en el Congreso, sino la falta de consensos culturales para encarar las reformas. Haber avanzado igual a contracorriente habría demolido prematuramente el gran logro histórico de una coalición competitiva. La aceptación de las propias limitaciones suele ser una sabiduría triste.
Pero además la realidad es dialéctica: toda tesis genera su antítesis. Menem, en los 90, a pesar de gobernar bajo un clima cultural thatcheriano, violentó la seguridad jurídica para ir más rápido: el Plan Bonex; la ampliación de los miembros de la Corte; el fallo “Peralta”, que homologó el atropello; el per saltum en el caso Aerolíneas; los jueces de la servilleta, y el intento de perpetuarse en el poder fueron insumos y catalizadores de ese bienestar tan artificial como forzado. Se pagó caro. ¿Es exagerado decir que esa década generó su previsible antítesis, dejando el país en bandeja al populismo de la década siguiente? No se puede volver a cometer ese error.
Seis golpes de Estado, una decena de cambios intempestivos de la Corte Suprema, dos hiperinflaciones, varios defaults, violaciones de los contratos privados, suspensiones del derecho de propiedad, el asesinato de un fiscal que denunció al poder y un vaciamiento de las nociones de moneda y norma no son episodios gratuitos en la memoria colectiva. Un vértigo de inestabilidad se ha diseminado por los ganglios del país. No digo que no sea indispensable tener un plan económico completo, sino que la gramática del plan no puede prescindir de un acuerdo de legalidad por varias generaciones: disipar el estado de sospecha no es tarea para ansiosos.
La justicia es el cemento de todo cambio. Es necesaria una idea que sedimente en la sociedad: que los eventuales sacrificios que se pidan a los ciudadanos sean vistos con el entusiasmo de una perspectiva y no con la carga de una coerción. El pasaje de la anomia mafiosa al respeto de un consenso rawlsiano será dificultoso pero no imposible. La propia potencia de los hechos lo irá imponiendo. La Edad Media empezó a desmoronarse cuando ya no pudieron alimentar a los esclavos, lo mismo empieza a suceder en la Argentina con los beneficiarios de planes y subsidios que son horadados por la inflación, a la que, paradójicamente, contribuyen. El perro que se muerde la cola.
Hay un agotamiento del modelo del Estado como repartidor hegemónico de limosnas –y la correlativa sindicalización de los desocupados–, pero aún hay mucha resistencia a sepultarlo, del mismo modo que en 2001 la sociedad entera se rehusaba a dejar atrás otro modelo agotado pero confortable: la convertibilidad. El miedo al vacío. La revolución cultural deseable es mucho más que la reivindicación de un liberalismo conservador, meramente economicista. Es, más bien, la revalorización de dos principios complementarios: la audacia y la paciencia. Audacia para renunciar a la comodidad de las dádivas y abrirnos a las ventajas del libre mercado, pero también paciencia, para ir hacia un liberalismo democrático y no derivar en trochas rápidas pero efímeras. En esa combustión se juega nuestro futuro.