La discordia histórica entre la clase media y la “patria choriplanera”
En las dos décadas que van de este siglo, el kirchnerismo alimentó el fuego del resentimiento y multiplicó las capas de sumergidos; ¿cómo recuperar un proyecto de vida en común?
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El escritor Germán Rozenmacher vivió solo 35 años. La revista Siete Días lo había mandado a Mar del Plata para hacer unas notas y, como la tarea era de largo aliento, fue con su mujer y sus dos hijos, uno de cinco años y el otro de unos pocos meses. En la noche del 6 de agosto de 1971 estaban en el departamento que habían alquilado y el bebé se descompuso. Lo llevaron a que lo revisaran a un hospital, donde quedó en observación con su madre. Rozenmacher y el otro hijo se fueron a dormir sin advertir que había un escape de gas; cuando la mujer volvió los encontró muertos. Su primer libro de cuentos, de 1962, fue un best seller colosal y uno de los relatos, “Cabecita negra”, se convirtió en un clásico absoluto.
El cuento aborda la historia de un típico personaje de clase media argentina. Hijo de un inmigrante que había sido cobrador de la empresa de luz, el señor Lanari trabajó muy duro (“como un animal”, nos dice) y prosperó: era dueño de una ferretería en la Avenida de Mayo, un departamento con garaje en el barrio de Congreso, una casaquinta en Paso del Rey, un automóvil y hasta una biblioteca. Es muy interesante advertir que el carácter aspiracional de la clase media torna importantes los libros aunque no sean leídos. Tenía una familia y servicio doméstico (“sirvienta”, la llama él). Su hijo estudiaba abogacía. Después de una vida de sacrificios, no podía quejarse: se daba todos los gustos.
Una noche estaba solo en el departamento, porque la familia se había ido a la quinta, cuando de pronto oye gritar a una mujer en la calle. Baja, se acerca y ve que es una chica joven, sucia y borracha. La percibe como una “cabecita negra”, es decir, un emblemático producto de esa migración interna que llegó en la época de Perón. En ese momento aparece un policía con gestos ásperos. Lanari intenta ponerlo de su lado: “Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo”. Pero rápidamente advierte que el policía también es un “cabecita negra”. Enmendando su error, para que vea que es una persona de bien y no lo lleve a la comisaría, Lanari invita al vigilante a su casa a tomar un coñac. Van los tres. La chica se tira en la cama matrimonial y se queda dormida y el policía le pide café, mientras se saca la gorra y los zapatos, los tira, y se desabrocha la campera.
Lanari siente que los valores están subvertidos. ¿Se había pasado la vida trabajando para ver su casa invadida por “salvajes”? Hay una alusión política cuando dice: “Recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de Plaza del Congreso”; otra, literaria: “La casa estaba tomada”. Se suponía que la policía tenía que defender a la gente “decente”, a la clase media que trabajaba y levantaba el país, pero ahora todo estaba desordenado: la autoridad, el Estado estaba a favor de los vagabundos y en contra de los que se sacrificaban. Peor aún: el vigilante le empieza a pegar a Lanari, acusándolo de haber arruinado la vida de la chica.
Rozenmacher era un outsider con simpatías peronistas, de modo que no resulta eficaz pensar el cuento bajo la simplificación semántica de una invasión plebeya, como sí podría interpretarse “Casa tomada”, de Cortázar. Más bien el autor intenta mostrar la discriminación de las clases medias hacia esos migrantes internos, los “cabecitas”. Sin embargo, lo haya querido o no Rozenmacher, el cuento es revelador de un imaginario social más complejo.
En esta trama anida una discordia histórica que ha ido creciendo con el tiempo. Si uno se pone en el lugar de un comerciante como Lanari, hijo de un inmigrante que en solo una generación logró pasar de la clase baja a la clase media, que se deslomó para ocupar un lugar ventajoso en la sociedad y que de pronto ve cuestionada esa cultura del esfuerzo, ve amenazado su derecho de propiedad, ve vilipendiadas sus posesiones, uno no puede sino sentir empatía con su alarma. Lanari representa esa clase media que hizo grande el país en las primeras siete décadas del siglo XX y que todavía en esos años 70 sobrevivía con cierta potencia, de lo que dan cuenta los indicadores económicos de desarrollo y los personajes de una historieta como Mafalda.
¿Cómo puede ser que el Estado, con sus fuerzas represoras, se ponga del lado del haragán y castigue al hombre honrado que trabaja? En el final del cuento, Lanari dice: “Desde entonces jamás estaría seguro de nada”. Y es así: esa clase media en los años 70 empezó a replegarse, a perder confianza en el país, se sintió más tentada de mandar sus ahorros afuera que de invertir aquí lo que ganaba. Los argentinos empezaron a emigrar. Es el big bang de nuestra decadencia.
Pero si uno enfoca la lente sobre la chica se empieza a ver la otra veta: la desilusión de esos ciudadanos que llegaron a Buenos Aires con muchas ganas de trabajar, imantados por una oferta que, tan pronto quebraron todas las industrias de invernadero que se habían abierto durante el peronismo, se disipó y los dejó a la intemperie. Pero se advierte algo aún peor: no sin razón, esas personas se sienten humilladas, racializadas. Así como es un gran trabajador, Lanari también es un gran discriminador que todo el tiempo los llama “negros” o “chusma”. Fueron fermentado resentimientos y odios recíprocos, que constituyen la materia prima sobre la que operan los populismos. Son masas en disponibilidad, porosas a cualquier propuesta disparatada.
Una de esas propuestas fue el kirchnerismo, que en las dos décadas que van de este siglo produjo un salto de escala: alimentó el fuego del resentimiento y multiplicó de modo simétrico esas capas de sumergidos. De la perversa sindicalización de los desocupados al discurso antiempresa, el plan siniestro fue que la política parasitara y blindara esas grandes masas de marginados, convirtiéndolas en rígidas clientelas partidarias. Los nuevos inmigrantes venezolanos que vienen a hacer delivery o bolivianos que trabajan en albañilería son individuos y como tales muy valiosos; en cambio, la clave sobre la que maniobró el populismo fue disolver las individualidades. Hoy el mismo choque cultural de Lanari y la “cabecita negra” se reproduce entre una clase media miniaturizada, un taxista que se gana el día, y la “patria choriplanera”, que corta la calle, acampa en plena calzada y petrifica al trabajador en la maraña del tránsito. Es muy penoso pensar que, aun en una eventual Argentina con abundante oferta laboral, muchos de esos ciudadanos podrían ser impermeables a asumir el desafío de la dignidad, la utopía de la movilidad social ascendente, porque desconfían del mercado, del vocablo “privado” y de todos los Lanari de la vida, a los que detestan y llaman “oligarcas”. Sus almas han sido secuestradas.
Así como en Brasil la democracia está amenazada porque un sector de la sociedad rompió el consenso sobre las reglas de juego, la Argentina no podrá asentarse mientras estas enormes masas no se reincorporen al acuerdo republicano. Podrá pararse la inflación, podrá ponerse en orden la macroeconomía, podrá incluso reponerse el entusiasmo de la clase media, pero si esos grupos siguen colgados de los bordes, en una suerte de clandestinidad light manipulada por los populistas, volverán a llover las piedras. ¿Cómo recuperar ese proyecto de vida en común? ¿Cómo lograr que las clases medias, en lugar de tentarse con proyectos racistas y conservadores, vuelvan a mirar a esas personas como potencial mano de obra y no como vagos irrecuperables? ¿Cómo lograr, en fin, que esos millones de ciudadanos vampirizados por mafias falsamente filantrópicas recuperen su autonomía y acepten el nutritivo riesgo de la libertad? Alguna vez lo dijo Raymond Aron: la mayor virtud está en no perder la fe en los hombres.