La dirigencia política, espejada en su abismo cultural
El aparato decisorio estatal fue perdiendo los requisitos meritocráticos, sustituidos por los vínculos de lealtad ideológica
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Tres ejemplos ilustran las carencias culturales de nuestra dirigencia contemporánea. Una vicepresidenta que conciba a la insuficiencia endémica de divisas del país como un misterio que abarca a todos los gobiernos. Un presidente que se pregunta por qué la carne argentina es más cara aquí que en Alemania. Y una diputada que maldice las ventajas competitivas de nuestras exportaciones alimentarias. Podríamos citar decenas de estos ejemplos a lo largo de los últimos años. Los tres casos remiten, como poco, a una desinformación profunda sobre la dinámica del mundo, la del país; y su incidencia en nuestra decadencia postrante desde hace décadas. ¿Cuándo y por qué se produjo este cortocircuito?
Nuestros Padres Fundadores juzgaron indispensable dotar a la burocracia política y administrativa del Estado en construcción de una formación sólida y actualizada. Bartolomé Mitre instituyó agencias estatales en todas las provincias dirigidas a la educación media de sus minorías dirigentes. Nacieron así los colegios nacionales; apuntando a quienes luego ingresarían en la universidad para, una vez graduados, emprender los cursus honorum provinciales y nacionales. El experimento fue tan exitoso que, consolidado el Estado nacional hacia 1880, los políticos porteños quedaron subordinados a una oligarquía de notables procedentes del noroeste y Cuyo.
Sarmiento se propuso, en cambio, extender los saberes modernos a la sociedad en ciernes enfatizando la formación de los educadores a través de las escuelas normales. Roca exhibió durante sus dos presidencias dotes de estadista, como lo prueba su colosal obra institucional en la que se destaca la Ley 1420. Hubo incluso intelectuales como Carlos Pellegrini, que llegó a la vicepresidencia en 1886 y asumió la primera magistratura por la renuncia de su titular en medio de la primera crisis financiera de marras en 1890. Durante sus breves dos años de gobierno rectificó las improvisaciones y los peculados de la década anterior; sentando las bases de la formidable expansión económica y social durante los cuarenta años posteriores.
Tal era la actualización de lo que ocurría en el Viejo Mundo que hacia principios del siglo XX muchos resultaron seducidos por ideas autoritarias en ciernes. Se valieron de estas para impugnar toda la obra fundadora en nombre de imaginarias esencias nacionales anteriores al Estado y contrarias a los ideales de la modernidad. Pese a ello, Sáenz Peña siguió apostando al progreso completando la obra de la nacionalización ciudadana mediante un régimen electoral –la ley de 1912– que comprometiera a los nuevos argentinos educados por el Estado en las grandes discusiones públicas. Tanto fue así que cuando en 1916 los notables debieron ceder paso a la oposición democrática, los nuevos gobiernos radicales administraron con destreza los estragos de la Gran Guerra, las dificultades de la posguerra y la prosperidad de los años 20.
Luego de la crisis de 1930, los notables restaurados fueron eficaces en acotar los efectos locales de la gran depresión mediante dispositivos estatales anticíclicos. Ya en los 40, Perón, un producto de ese Estado, fundó una moderna ciudadanía social confirmada por un sanitarismo de avanzada. Hacia los 50, se percató velozmente de sus improvisadas apuestas económicas durante la posguerra retornando a los principios clásicos de la experiencia de los 30.
Pero las simientes de aquellas minorías reaccionarias de principios de siglo germinaron sobre la saga de nuestros problemas irresueltos, modelando un nacionalismo que fue capitalizando la insatisfacción de vastos sectores. Suficientes como para que sus relatos sobre un pasado premoderno idílico y las promesas de un futuro luminoso calaran en una psicología colectiva inestabilizada y proclive a las soluciones drásticas y providenciales.
Hacia los 60, Frondizi e Illia, distinguidos exponentes de las carreras universitarias democratizadas por la Reforma de 1918, protagonizaron experiencias gubernamentales traumáticas e inconclusas; pero también virtuosas como la capacidad modernizadora y la eficiente administración del recobrado crecimiento. Ambos fueron víctimas de la crisis de legitimidad política abierta con la democratización de masas agravada por los nuevos desafíos de una industrialización errática. También cabe destacar que el salvajismo de la consiguiente puja distributiva solo fue posible merced a un elenco de operadores sociales y económicos de excelente formación, aunque de miras acotadas a sus intereses corporativos y sectoriales.
Subrepticiamente, la escuela media empezó a exhibir desactualizaciones complicadas por el tono faccioso de las diversas iniciativas reformistas contagiadas del clima político imperante; sobre todo, desde 1966. Hacia los 70, el nuevo insurreccionalismo procedió de las clases medias altas y altas intelectualizadas, tentadas por la violencia de las utopías totalizantes. Fue el punto de partida de nuestro descenso ya en picada verificado en la calidad decreciente de los gobernantes. La reconciliación civil no fue capaz entre 1975 y 1976 de encontrar una fórmula que detuviera un nuevo golpe castrense. Y los militares hicieron gala durante su tenebrosa gestión del deterioro profesional que les supuso su politización pretoriana desde los 60.
La democracia renacida en 1983 desnudó todos los daños acumulados durante las décadas anteriores, sumándoles otros. El aparato decisorio estatal fue perdiendo los requisitos meritocráticos sustituidos por los vínculos de lealtad política. La decadencia fue notable tanto en el Estado nacional como en los provinciales de las jurisdicciones más pobres devenidos monarquías patrimonialistas. La democracia se redujo allí a sus rituales electorales viciados por el patronazgo institucional o clientelar de masas pauperizadas. No fortuitamente los dos grandes referentes políticos de los 90 y los 2000 germinaron en dos de esos contextos.
Desde entonces y hasta nuestros días, el país confirmó uno de los peligros de la democracia planteado en el siglo XIX por Alexis de Tocqueville: “la igualación hacia abajo”. La dirigencia política no produjo grandes realizaciones colectivas; salvo la defensa del sistema de gobierno aunque conjugado con crecientes índices de corrupción y el desembarco en la burocracia pública de advenedizos incompetentes con delirios perpetuacionistas. En suma, otra corporación cerrada sobre sus prebendas opuestas al interés general.
La educación se hundió en todos los niveles –primario, medio y terciario– dejando solo a salvo el preescolar y a duras penas el universitario, que, no obstante, exhibe un archipiélago de situaciones. Los modelos colectivos del estudio y el trabajo, que le valieron al país varios premios Nobel en disciplinas duras, fueron reemplazados por la “gloria” de carreras futbolísticas. Un bricolaje de rancios relatos nacionalistas remixados sustituyó, por último, los debates de ideas innovadoras. Los fanatismos irreductibles se diseminaron en la sociedad perfilando un ideal de ciudadanía tribal y beligerante, más parecido a las barras bravas que a los individuos reflexivos y tolerantes.
¿Será posible torcer este sino decadente? La necesidad de acuerdos patrióticos resulta a esta altura una quimera frente a los actuales desatinos en sentido contrario. No cabe otra alternativa que tocar nuevamente fondo. Recién entonces habrá llegado la hora de una nueva oportunidad para salir de este precipicio cultural generado por obtusas ideas reaccionarias.
Miembro del Club Político Argentino