La diplomacia Fernández
En su gira por Rusia y China el Presidente volvió a exhibir una política errática en el plano de las relaciones internacionales
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La palabra diplomacia tiene una etimología muy curiosa. Diplomatie, diplomatics, viene del latín, diploma, aunque su origen es griego. Diplo significa doblado en dos, ma, objeto.
Tal vez Alberto Fernández entendió mal lo de doblado en dos. El diploma era un documento de recomendación de un soberano a otro o sin destinatario específico, de prosa formal, grandilocuente, que solicitaba facilidades para el titular y le brindaba privilegios. Lo que se doblaba en dos era el documento (a veces se lo lacraba o se lo cosía), no el portador. De allí deriva el nombre de la disciplina, el manejo de las relaciones y negociaciones entre los países a través de oficiales de los gobiernos. Tarea delicadísima que suele asociarse con la inteligencia, la prudencia, el tacto.
Alberto Fernández le ofrenda al presidente de Estados Unidos el ensalzado apodo “Juan Domingo Biden”, a Vladimir Putin lo endulza hablándole mal de la pesada influencia de Estados Unidos sobre la Argentina mientras le ofrece ser la puerta de entrada de Rusia en América latina y, acto seguido, al chino Ji Xinping lo diagnostica, como si fuera un radiólogo que le acaba de ver los huesos: “si fuera argentino sería peronista”. Hipótesis de difícil verificación rematada por el embajador en Pekín con una genuflexión franca, en mandarín: “¡sin el Partido Comunista no habría una nueva China!”. Las contradicciones de la política exterior argentina alcanzan su esplendor. Un desparramo de zalamerías que consigue hilvanar una diplomacia no solo monolingüe y caótica, también cursi.
Pero acá hay dos temas. Uno es la contradicción geopolítica. El otro, quizás de menor trascendencia, la baja estatura de los modos. El problema es que se acoplan. La mayoría de los líderes mundiales no practica la chabacanería de medir a los interlocutores según sus propias escalas domésticas, donde, además, carecen de un equivalente de la virtud de ser peronista. Ese ombliguismo parece inspirado en los turistas argentinos que al toparse con el Cristo del Corcovado, la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad sólo atinan a inundar su memoria con la incomparable majestuosidad del Obelisco, al que echan de menos.
Después de que en noviembre el presidente sufrió en Glasgow un desaire gestual del enviado de Estados Unidos a la cumbre climática, el ex secretario de Estado John Kerry, quien lo tomó de la muñeca y le retiró el brazo que le había apoyado en el hombro, Fernández no reincidió con el toqueteo multilateral. Seguramente le explicaron que en otras culturas las costumbres son distintas y que el recargado contacto físico, así como el tuteo precipitado, pueden estar contraindicados. De la inconveniencia de abusar de exageraciones retóricas, en cambio, Fernández no parece haber sido aún advertido. Su principal asesor en materia de comportamientos en el extranjero se supone que es el canciller Santiago Cafiero, quien viene de informar que “en el mundo se despertó un interés por escuchar a Alberto Fernández”.
No es para menos. Fernández es el líder de una nación productora de grandes talentos, tan llena de riquezas como de regulaciones, acostumbrada a relativizar el peso de la ley, con un índice de pobreza de casi 50 por ciento bastante parecido al de la inflación, incumplidor proverbial que va de crisis en crisis, que no puede pagar su deuda, que tiene cada vez peores marcas en la educación, sin planificación y cuyo destino es una incógnita. País gobernado en los últimos 75 años más que por nadie por el multiforme peronismo, violento en los setenta, neoliberal en los noventa, supuestamente progresista en la actualidad. ¿Cómo no va a despertar interés escuchar al presidente de un país así cuando sale al mundo a pedir ayuda?
A Ji Xiping, contó Fernández, le tuvo que explicar qué es el peronismo. Lo de siempre, debió pensar el presidente, es la pregunta que me hacen todos. Por suerte la respuesta la tiene preparada y se entiende hasta en chino. El profesor no se extravía en complejidades mayores que las de un comic. El peronismo, contó él mismo que le dijo a su colega comunista, intentó siempre hacer un país industrializado y con distribución de los ingresos, pero siempre (la repetición de este adverbio es del autor original) fue interrumpido por algún golpe de estado o por políticas liberales. Los malos, se deduce, siempre interrumpen a los buenos, de ahí que el éxito venga demorado.
Pero volvamos a las contradicciones geopolíticas. No es que no se haya hablado mucho de ellas, al contrario. Pero una parte importante de los analistas atribuyó las contradicciones con Washington, Moscú y Pekín al hábito de Fernández de querer complacer en forma simultánea a todos los auditorios. Por eso las recurrentes apelaciones a Leonard Zelig, el personaje de Woody Allen que se adapta al medio en el que se desenvuelve. Sin embargo, con buen criterio Pablo Vaca observó el lunes en Clarín que, al revés de Zelig, Fernández muestra la necesidad de reflejar en los demás alguien similar a él o de su entorno familiar y que el problema está en analizar al mundo con la lente miope de la política local.
Una tercera explicación, acaso más política, es decir menos psicológica, sería que Fernández, sin con esto querer desmerecer su contextura pendular y su gusto por la improvisación, trata de emular a Perón y no le sale. “Genial en su uso de la contradicción, Perón elevó el ejercicio de la ambigüedad política hasta una forma artística”, escribió Joseph Page, probablemente el biógrafo más serio del general. “Predicó la revolución pero revolucionó solamente las expectativas”. Y sobre política internacional: “Tempranamente favoreció la unión de los países latinoamericanos y la no alineación de las naciones del Tercer Mundo, pero al mismo tiempo sembró el miedo al expansionismo argentino y mantuvo al país dentro de los parámetros establecidos por la política exterior norteamericana”.
La historia del vínculo que Perón estableció con Washington es tan antigua como rica en alternancias de acercamientos y severas tensiones. Ya en la Revolución del 43 Perón fue el gran protagonista de estas relaciones escarpadas, lo que desembocaría en el aprovechamiento electoral de la figura del torpe embajador norteamericano Spruille Braden. Todos esos sucesos, como es sabido, se entremezclaron con las asociaciones que Perón tejía en medio de pujas de poder de manera simultánea con sus camaradas pro nazis y con los aliadófilos. En esa época, cuando Estados Unidos consideraba que Perón, Farrell y los otros militares que mandaban acá eran nazis, Perón también estaba dedicado a crear su movimiento con discursos seductores, naturalmente contrapuestos, en la Bolsa de Comercio ante empresarios por la mañana y en los círculos obreros por la tarde.
Un día después de la asunción de Perón como presidente la Argentina reanudó relaciones con la Unión Soviética. Estaban rotas desde 1917. En ese momento, 1946, se planteó por primera vez algo parecido a lo que ahora está en las noticias: los resquemores de Estados Unidos frente a la posibilidad de que un acercamiento comercial con los rusos le asegurara a la Unión Soviética una cabeza de playa en el continente americano. Cuando algo así le ofreció de regalo Fernández a Putin la semana pasada, el Departamento de Estado no demoró en hacer trascender su previsible molestia.
No hace falta enumerar todas las veces que Perón jugó a dos puntas para certificar su oportunismo, que como dice Page practicaba con maestría. Tampoco parece necesario probar que Fernández no cuenta con el carisma del general y que está lejos de ser un encantador de serpientes, por más que practique.
Pero además era otra época. No existía la comunicación instantánea y las cosas que se hablaban en los altos niveles en general no aparecían en los diarios del día siguiente. La información circulaba cifrada entre capitales, obviamente, pero gran parte de ella solo le llegaba al gran público a través de los libros de historia o más tarde aún, en las enciclopedias.
Perón, que no viajaba mucho más allá de Chile, inventó por entonces la Tercera Posición, la cual se convirtió en piedra angular de la política exterior. Después de los sesenta intentó mimetizar la Tercera Posición suya con los No alineados de Nasser, Nehru, Mao y Tito. Eran los países que no querían alinearse con Estados Unidos ni con la Unión Soviética, sólo que el arsenal retórico de Perón se fusionaba con su pronóstico de la tercera guerra mundial.
Fernández sostiene que lo suyo es el multilateralismo, enumera a las potencias una por una y omitiendo cualquier análisis geopolítico repite como si estuviera a cargo de una ong que recauda frazadas: bienvenidos los que quieren ayudarnos. Pero parece que los benefactores tienen algunas diferencias entre ellos que tramitan en otras lenguas.