La dimensión simbólica del juicio a Cristina Kirchner
Lo que está en juego es el problema más decisivo de la Argentina: el atávico contubernio entre empresarios prebendarios y el Estado, un maridaje mafioso
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Recuerda Francis Fukuyama en su reciente libro Liberalism and its Discontents (Profile Books, 2022) un detalle interesantísimo. En el debate entre quienes competían por la presidencia norteamericana en 1860, Abraham Lincoln y Stephen Douglas, este último sostenía la primacía absoluta de la elección democrática, sin importar si la gente votaba a favor o en contra de la esclavitud. La respuesta de Lincoln fue que había principios aún más importantes que la democracia, como por ejemplo el que prescribe que “todos los hombres nacen iguales”, de lo que se infiere que la esclavitud es un error sin importar que las mayorías democráticas la aprueben o no. El problema es que los votantes no siempre eligen políticas liberales. Por eso, para terminar con la segregación racial, que un siglo después de la independencia se filtró en las leyes de Jim Crow, fueron necesarios primero una sangrienta guerra civil y, luego, un intenso uso de los tribunales durante la revolución de los derechos civiles en los años 60, como lo prueba el caso de Rosa Parks, conflicto cuya resolución demandó un largo proceso judicial que escaló hasta la Corte Suprema.
El lunes 2 de diciembre de 2019, Cristina Kirchner formuló su descargo ante los jueces del Tribunal Oral Federal Nº 2, que pacientemente la escucharon. Fue entonces cuando dijo: “A mí la historia me absolvió”. Y luego, ante la cortés invitación a responder preguntas, agredió al tribunal con una admonición de barricada: “Preguntas tienen que contestar ustedes, no yo”. En esas frases está condensada la posición de Douglas: el voto purifica todo, incluso la esclavitud, incluso el delito. Según esta idea, contraria a la tradición liberal, la voluntad del pueblo sería capaz de estilizar lo monstruoso. Tal vez por eso Borges sostenía que la democracia es un abuso de la estadística. El punto de quicio es que no basta la mera democracia, debe ser democracia liberal.
Este matiz es crucial en el mundo actual: el primer ministro húngaro, Viktor Orban, un populista de derecha, ha dicho explícitamente que él aspira a construir una democracia iliberal en el corazón de la Unión Europea. En esa línea, hace unos días formuló un discurso en el que afirmó que su país “no quiere ser una raza mixta” que se mestice con “no europeos”, cayendo así en el racismo.
Hay dos justificaciones esenciales para una sociedad liberal, lo que resulta necesario desarrollar en épocas en que algunos oportunistas pretenden alambrar, a golpes de machete, el concepto.
La primera consiste en una solución institucional para gobernar la diversidad: permitir a seres distintos vivir juntos y en paz. No hay que olvidar que la doctrina liberal nació en el siglo XVII, cuando terminaban las guerras europeas de religión. Es un principio de tolerancia: cada cual puede construir su vida como quiera, pero sin imponer sus puntos de vista a los demás y respetando ciertos límites. De ello deriva un igual derecho a la autonomía. Cada cual decide qué pensar, si casarse o no y con quién, cómo vestirse, dónde vivir, con quién contratar o qué tipo de sexo practicar. En una sociedad donde las familias acuerdan el matrimonio de la hija desaparece esa indispensable dignidad. Ni hablar si existe la esclavitud. La democracia, que propone el axioma “una persona, un voto”, es un rasgo más de este principio. Pero esta autonomía no puede absolutizarse como pretenden algunos populismos. Si ello sucede florece el caos: los delincuentes pasan a ser víctimas sociales, se desdibuja la autoridad y se pierde la asimetría entre profesor y alumno.
La segunda justificación es el derecho de propiedad y la libertad de comercio. Ningún empresario pondrá dinero en un lugar donde es probable que al año siguiente sea expropiado, o donde hay competidores privilegiados que están asociados al gobierno, o donde no hay seguridad jurídica para acudir a un juez imparcial frente a eventuales atropellos. Pero si este principio se exacerba (eliminando la educación pública para evitar impuestos o dejando librado a su suerte el mercado financiero) se cae en el llamado “neoliberalismo”, que paradójicamente, por desproteger a seres vulnerables, es la mejor invitación al populismo.
En los países que respetaron estas premisas durante los últimos dos siglos el crecimiento del bienestar ha sido extraordinario. Hoy en día cualquier trabajador no calificado goza de niveles de consumo, salud y longevidad inimaginables aun para las clases privilegiadas del siglo XVIII. Por eso, aquella famosa frase de Alfonsín de 1983 según la cual “con la democracia se come, se cura y se educa” es verdad, pero a condición de que le agreguemos un adjetivo: democracia liberal.
El juicio oral contra Cristina Kirchner, en el que se debate si ella y su marido sistematizaron un entramado con empresarios amigos para direccionar la obra pública, constituye un gran test para nuestra democracia. Lo que está en juego es el problema más decisivo de la Argentina: el atávico contubernio entre empresarios prebendarios y el Estado. Este maridaje mafioso se remonta a los negocios entre Juan Manuel de Rosas y sus primos, los Anchorena, a quienes “regaló” grandes latifundios; pasa por la relación de las azucareras tucumanas con algunos gobiernos decimonónicos, y, ya en el siglo XX, tiene un espeso anclaje en los vínculos del peronismo con grupos privilegiados y protegidos. Empresariado de diseño. Una verdadera burguesía gansteril que vive del favor de los gobernantes. Desde el otorgamiento de licencias para canales de televisión o radio, pasando por la compra de medicamentos para las obras sociales, los subsidios a la energía, las licuaciones de deudas, los monopolios en zonas francas, hasta llegar a la venta de cloro para el agua, donde se aprieta salta pus. Para prosperar en la Argentina hay que hacerse amigo del que manda, mientras que el empresario emprendedor se funde en medio de la maraña de regulaciones y discrecionalidades. A estos políticos que destruyen todo género de realidad suelen llamarlos “realistas”.
Es la dimensión simbólica que se debatirá, por debajo del caso particular, en el juicio contra Cristina Kirchner. ¿Queremos seguir con esta maciza red de Dráculas amables que liban la sangre de los argentinos, o queremos un país con emprendedores schumpeterianos? ¿Queremos vivir en un sitio donde la acción de una empresa energética sube 20 por ciento el mismo día que nombran a un ministro de Economía amigo de los dueños, o preferimos un capitalismo donde las cartas no estén marcadas? ¿Queremos una democracia formal para unos pocos avivados, o aspiramos a una sociedad abierta con oportunidades para todos? ¿Queremos un país donde los jueces sean, por complicidad o miedo, los guardaespaldas de la mafia, o donde sean los grandes custodios de esos principios liberales y republicanos que anidan en la Constitución alberdiana?
En el juicio a Cristina Kirchner se juega un sesgo cultural. Es crucial en términos de definir si la Argentina se inclina por una democracia castrada y putinista, con oligarcas que manipulan la botonera desde el tablero de su opaca familiaridad con el poder, o si, por fin, vamos hacia una verdadera democracia liberal.