La diferencia entre “no intervención” y “lavarse las manos”
Es un deber moral, jurídico, humanitario comprometernos con una vida democrática y respetuosa de los derechos, aquí y ahora, pero también mañana y más allá de nuestras fronteras
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El principio de no-intervención, repetido irresponsablemente por autoridades nacionales e internacionales, merece ser dejado de lado, de una vez por todas, al menos tal como se lo entiende hoy, es decir, en tanto caprichoso modo de pensar las relaciones entre países marcados por la desigualdad y la injusticia. La razón fundamental de este reclamo debiera ser obvia. En el marco de injusticias y desigualdades en el que nos movemos, los derechos humanos (como todos los derechos) pueden resultar violados tanto por acción (promover el encarcelamiento sin proceso de opositores, torturarlos, etc.), como por omisión (permitir que otros sean secuestrados y torturados, pudiendo evitarlo). En contextos de graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos, el “dejar hacer” –el “lavarse las manos”, finalmente– de aquellos que están en condiciones de impedir o minimizar la violación de derechos, los torna cómplices, antes que neutrales, frente a las violaciones cometidas. Cuando se proclama –como lo hicieran nuestro presidente o su canciller– “no sé lo que está pasando allá afuera”; “es problema de ellos”; “no nos corresponde involucrarnos”, no asumimos un papel respetuoso –“neutral”– frente a los iguales derechos de los ciudadanos de otras naciones, sino que pasamos a ser corresponsables de la miseria y las opresiones que ellos padecen. Curiosísimo, además, que esa súbita proclamación de neutralidad internacional se repita en un gobierno cuyo elenco se ha apresurado siempre, innecesaria e indebidamente, a descalificar la idea misma de “neutralidad” (“la neutralidad no existe,” “no somos neutrales”, “tenemos que tomar partido”).
Filosóficamente, la cuestión es bastante clara. Por eso mismo, en la Argentina, autores como Carlos Nino proponían distinguir entre posiciones conservadoras e igualitarias, directamente, a partir del modo en que tales posturas se plantaban frente a la cuestión de las acciones y las omisiones. Para los conservadores –decía Nino– los derechos sólo se violan a través de “acciones”: por eso es que los conservadores favorecen un “Estado mínimo” –un “Estado” que no garantiza “derechos positivos”, sino sólo “derechos negativos” (“que no nos maten,” “que no nos roben”, etc.)–. Para el igualitarismo, en cambio, los derechos pueden violarse no sólo a través de “acciones” (la tortura, el robo), sino también a través de “omisiones”. Por lo tanto –concluía Nino– un Estado comprometido con la igualdad debía trascender el “Estado mínimo” y la idea de “dejar hacer, dejar pasar”. De allí que el Estado igualitario pretenda impedir las violaciones de derechos que puedan producirse tanto por acciones como por omisiones (no proveer a los demás de lo que necesiten para vivir una vida decente). En este sentido, el Estado igualitario es un Estado fundamentalmente “no neutral” (Nino, valga aclararlo, llegaba a estas conclusiones siguiendo a Kant, y el principio de tomar a los demás como “fines en sí mismos”).
En el ámbito de las Relaciones Internacionales, el principio de “no-intervención” (que implica la “no interferencia” en los asuntos internos de los demás países, porque “se trata de asuntos que no son nuestros”) también refleja una concepción, más que vieja, perimida y cómoda. Finalmente, ninguna sorpresa: pura expresión de una clase dirigente poco estudiosa y envejecida (más allá de su edad), que sigue creyendo que la ciudadanía piensa, se emociona y motiva por las mismas imágenes y doctrinas que los movían a ellos, o a sus referentes, medio siglo atrás. En lo que nos interesa aquí, la antigua Doctrina Monroe (“América para los americanos”), no representaba, pese a las apariencias, un principio de no intervención, sino más bien lo contrario. Se trataba de una proclama dirigida contra el intervencionismo colonialista de los europeos, en América, que venía a decirle a la dirigencia de Europa que, si Europa se aventuraba en el continente americano, EEUU iba a intervenir para impedirlo (peor todavía, el principio dio base y justificación a una briosa etapa de intervencionismo norteamericano en América Latina).
Otras concepciones también consideradas como paradigmáticas en la defensa del principio de no-intervención, como la Doctrina Calvo o la Doctrina Drago, tampoco pueden ser entendidas como afirmando el principio del “no involucrarse” o, mucho menos, el de “lavarse las manos”, con el que torpemente, parte de la dirigencia nacional, identifica a la idea de “no intervención”. Se trataba de doctrinas que pretendieron terciar en la discusión sobre cómo resolver problemas fundamentales y acuciantes de su época. La Doctrina Calvo (elaborada por el diplomático argentino Carlos Calvo), tanto como la Doctrina Drago (también enunciada por un argentino, Luis María Drago, en 1902, frente a los incumplimientos norteamericanos en torno a la propia Doctrina Monroe), nacieron como reflexiones en torno al no pago de deudas, por parte de los americanos, en casos que involucraban a potencias extranjeras. La primera sostuvo que los inversores extranjeros debían primero agotar sus reclamos en los foros locales, frente al no-pago de los americanos, en lugar de recurrir a presiones diplomáticas o –mucho menos– intervenciones armadas. La Doctrina Drago fue enunciada frente a preocupaciones similares (en este caso, frente al bloqueo naval que varias potencias europeas habían impuesto a Venezuela, ante el incumplimiento del pago de los servicios de deuda). Más restringida que la anterior, la nueva doctrina vino a decir que la deuda pública no podía dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea. Subrayo: nada más lejos que la tontera de “no pregunto, no sé, no me meto” con que hoy algunos dirigentes encumbrados identifican a tales doctrinas.
Doctrinas como las citadas están lejos de agotar la discusión teórica y política sobre la materia, pero son las que –aplastadas hasta su insignificancia– aparecen como referencia habitual de nuestra embrutecida dirigencia, para justificar lo que ellos mismos saben injustificable. Para tal dirigencia, entonces, agrego dos de entre las muchas aclaraciones que podrían hacerse, antes de concluir este escrito. Ante todo, un punto sobre los derechos: el rechazo a la noción dominante de “no intervención” no significa “entonces intervengamos bélicamente” ni “que decida EEUU.” Significa que debemos comprometernos en la defensa de los derechos humanos que hoy se violentan, aquí o allá. Significa rechazar la idea boba de neutralidad, que hoy tantos enuncian, y tomar partido. ¿Cómo? De distintos modos: primero, condenando en voz alta y clara las violaciones de derechos, ocurran donde ocurran (sin “borrarse”); y luego, colaborando con las poblaciones oprimidas, y dejando de colaborar (por acción u omisión) con los gobiernos que las oprimen. Finalmente, mencionaría un punto sobre la democracia. Resulta, más que absurdo, irrespetuoso, invocar el “principio de autodeterminación”, frente a poblaciones muertas de miedo por gobiernos que las reprimen y encierran; o alegar el principio de la “soberanía del pueblo”, cuando nos referimos a regímenes que criminalizan la protesta y bloquean toda expresión crítica. Tales pueblos no pueden “autodeterminarse” ni decidir “soberanamente” en la medida en que sus gobiernos les impiden salir a la calle a reclamar a viva voz por los derechos que tienen, que no se les reconocen, y por los que viven luchando. Por todo eso, es nuestro deber –moral, jurídico, humanitario– comprometernos con una vida democrática y respetuosa de los derechos, aquí y ahora, pero también mañana y más allá de nuestras fronteras.