La dieta que nos hace sentir bien
Así como recomiendan carne roja dos veces y blancas, tres, frutas y verduras sin límites y lácteos todos los días de la semana, para muchas personas lo saludable incluye además el equilibrio de una dieta cultural, que al fin y al cabo es como alimentarse, pero de otra forma. Sería encontrar una proporción semejante a la de las proteínas y los hidratos, pero entre libros y música, visitas a museos o salidas al teatro. Afortunados, los que no sufrimos la falta de alimento atravesamos este largo año de pandemia entre ajustes (y desajustes) gastronómicos –del boom de la cuarentena gourmet y el desafío de transformarnos en chef a esa abulia final producto de tanta oda a la harina– y ahora vivimos cada vez con más satisfacción la normalización de un régimen que se va abriendo a todas las artes. “¡Panza llena, corazón contento!”, pensé cuando advertí de un vistazo sobre mi planner que había recuperado el ritmo de cuatro espectáculos en siete u ocho días –me refiero a “presenciales”, no de los otros, porque ahora hay que aclarar que cuando uno va, va, y no que está, pero no está–. Excepto por el último de ellos, cuando con mi hija de diez aplaudimos a rabiar la función del homenaje a Hugo Midón, en el anfiteatro del Parque Centenario, en el resto de los casos salí con mi amiga soledad: cuánto extrañaba también disfrutar de la propia compañía. Fueron días de reencuentro en varios sentidos, un espejismo de normalidad.
El hecho no es solamente volver a las salas, se trata de recuperar la inquietud y el ritmo, la energía y el combustible para la reflexión, la conversación, la discusión que sobreviene a cada experiencia. Hay todo un metabolismo. Tampoco es igual la sintonía, por ejemplo, en la que se vuelve un domingo después de hacer un recorrido al aire libre por el Museo Isaac Fernández Blanco tras los pasos de media docena de performers salidos de un libro imaginario, que el tono de las preguntas que resuenan en el auto de regreso a casa después de ver una nueva versión de Giselle. ¿Qué nos quiere decir hoy el fantasma de todas esas novias muertas, más viscerales que feéricas?
Volviendo al Museo de lo efímero, aquella intervención en los jardines del Fernández Blanco, creo que hay algo encantador en la imagen de recorrer el “atlas de nuestros humedales y desiertos” que me subió enseguida al viaje. El trabajo coreográfico de Andrea Castelli llevó en cada “función” del FIBA a una veintena de personas a internarse en ese precioso oasis de Suipacha y Libertador, al ritmo de una lectura que invoca viejas pieles, marcas, cicatrices, y encuentra a los paseantes con un grupo de bailarines que acompañan una historia breve como la vida de las efímeras, especie de alas cortas. Hasta que el punto de partida deviene punto de llegada. Sería una pena que siendo un site specific la obra no siguiera allí, en su sitio, renaciendo como cada flor del jardín (“las flores son el primer estadio de la danza y la naturaleza”, dice en un momento, el texto). Durante una década, Castelli hizo varios proyectos para poner los museos en movimiento. De su caja de bombones, este es delicioso.
Cierto. Todo empezaba aquí con el tema de la dieta, como en Dos bailarines desnudos, primer mojón de esta semana que ahora miro como en una probeta, y primer mojón también de cualquier semana, porque está programada los lunes en el Teatro 25 de Mayo. Podría considerarse que es la tercera parte de una saga que Florencia Werchowsky va renovando en años impares (su libro Las bailarinas no hablan es de 2017, la obra Danza de los estados, de 2019). Indaga sobre el cuerpo y la historia personal de estos artistas, que tienen permitidas ocho aceitunas negras grandes, pero de ninguna manera una dona glaceada de mil calorías como la que ilustra el mundo de los “no” sobre una mesa ratona ubicada en la rotonda del escenario. Lo que desnudan los bailarines en cuestión, Luciana Barrirero y David Gómez (alguien me dijo que así esculpido como está parece el David de Miguel Ángel y yo me reí porque había pensado lo mismo), son sus sueños, sus miedos, sus debilidades, sus fortalezas; su belleza y sus fallas: 32 esguinces de tobillo tuvo ella; él, una sordera unilateral que lo llevó a aprender a escuchar de ese lado con la piel. Con su voz y biografía, dejan a la vista una porción de un universo más grande que se va descubriendo con esta saga de ballet (revelación de un mundo).
De domingo a domingo, supe al final de la semana mientras cantaba una canción de Mi don imaginario que esa noche no sería solo yo la que se llevaría una frase latiendo en el pecho: “El que se va nunca se va porque se queda en un rincón del corazón de los demás”. Repetimos la estrofa al día siguiente cuando llegó la tarea del colegio por el 8M. Pedía completar en una hoja de carpeta el nombre de esa mujer que te cambió la vida. Anotamos, nos miramos, volvimos a cantar y atajamos de costadito, con la lengua, una lágrima más.