La dicha de enseñar y aprender
Por Silvia Bacher Para LA NACION
Cada ser humano tiene en su haber la impronta con la que ha sido marcado por un maestro.
Tal vez sean las marcas dejadas por aquella mujer que nos abrió la puerta al universo del conocimiento a través de las primeras letras y de los primeros cálculos. O quizá sean las marcas imprimidas por alguien que atravesó nuestra vida por fuera de la enseñanza formal. Lo cierto es que esas huellas indelebles son la prueba de que la educación conlleva la capacidad de un individuo de trascender a través de otro.
Porque educar es una acción profundamente solidaria. Es la oportunidad que tienen los seres humanos de acompañar a otros en el tránsito que los lleva, como nos decían de pequeños, a afianzar raíces y a desplegar las alas.
Educar en una sociedad en la cual los lazos entre las personas se licuan y se tornan frágiles y donde las dificultades se reactualizan y se potencian de modo constante es una tarea compleja.
Sin embargo, paradójicamente, en un entorno volátil, gobernado por las tecnologías y por las leyes del marketing, los docentes siguen siendo los anfitriones de uno de los pocos escenarios aún vigentes para construir vínculos. En esos escenarios escolares, valores como el amor, la libertad y la identidad cobran carnadura.
Son los maestros los que pueden promover la formación de hombres y mujeres identificados con el respeto de los derechos humanos, el reconocimiento de los diferentes y la preservación del medio ambiente en el que vivimos. Son el pensamiento, el acceso a los nuevos conocimientos, la confrontación con diversidad de saberes y opiniones y la indagación en diversas culturas las habilidades que nos permiten constituirnos en personas más humildes, menos prejuiciosas y más éticas.
Los maestros son los que nos hacen tomar conciencia definitiva de que somos perfectibles, de que hay más conocimientos por aprehender.
Desde las culturas ancestrales, el maestro es el líder en la sociedad, un líder con el carisma suficiente para iluminar mentes y corazones. Un guía capaz de estimular el pensamiento, aun en condiciones adversas.
En nuestro país más de ochocientos mil mujeres y hombres eligieron el camino de la docencia como vía para su desarrollo profesional. Ellos se enfrentan cada día con presiones para las cuales no están preparados. Muchos de los docentes argentinos actúan en condiciones que distan de ser dignas, en ámbitos de pobreza y marginación.
Los nuevos contextos sociales les ponen por delante desafíos para los cuales no fueron preparados, pero que hacen duro impacto en el aula.
A pesar de todo, cada día reciben a niños, jóvenes y adultos que buscan en ellos un puente que les permita superarse.
Cada docente en particular y el sistema educativo en su conjunto se enfrentan con la profunda transformación que produce la globalización. Sin embargo, el dilema esencial que tiene hoy cada maestro al mirar a sus alumnos tal vez no haya variado. Escuchemos al catedrático de la Universidad de Málaga José Esteve cuando afirma: "Lo único que de verdad vale la pena y llena de sentido el trabajo docente como para justificar que quememos en él nuestra vida es ayudar a los alumnos a comprenderse a sí mismos, a entender el mundo que los rodea y a encontrar su propio lugar, desde el que podrán actuar plenamente en la sociedad. Para ser maestros de la humanidad, hemos de rescatar el valor humano del conocimiento". Para lo cual, concluye, "la tarea básica del docente es recuperar la inquietud".
Cada ser humano tiene la impronta de un maestro. Unamuno recuerda al suyo, Giner de los Ríos -nos ilustra Esteve-, como "un hombre que pensaba hablando, pensaba viviendo, que era su vida pensar y sentir y hacer pensar y sentir". Tal vez, recordar a nuestros maestros, los que nos ayudaron a pensar, nos permita recuperar energía para alimentar la llama que encendieron en nosotros. Puede resultar un estimulante modo de reconocer que si bien sólo algunos tienen el don de la docencia todos tenemos la dicha de sentirnos alumnos.