La dicha buena
“Nunca es tarde cuando la dicha es buena” dice el refrán popular, pero a veces la tardanza es demasiado larga y cuando la reparación de daños llega muchos de los perjudicados ya están tocando el arpa junto a San Pedro o bailando la salamanca con Mandinga. Así debemos esperar los ciudadanos que los gobernantes terminen sus muchas veces prolongadísimos mandatos, caer en desgracia o, lo que es peor, esperar que ex amigos “arrepentidos” cambien figuritas con el poder de turno y den información como trueque por reducción o directamente anulación de penalidades. O sea, los criminales y/o delincuentes caen y sus cómplices se salvan por “batidores” preparándose en libertad para ser los próximos en meter manos en la aparentemente inagotable riqueza del país. Todos sabemos que el tiempo es el mejor aliado del olvido, los acontecimientos que en el momento en que explotan son el comentario escandalizado de los pueblos se opacan al poco tiempo con otros escándalos peores, iguales o menores pero que al ser frescos y actuales hacen parecer tonterías lo que ayer no más era imperdonable, inaudito e inaceptable. Así los veteranos oímos decir durante décadas: “Este ha sido el gobierno más corrupto de la historia” y años más tarde aseveramos: “Al lado de este gobierno, los anteriores fueron nenes de teta ¡volvé que te perdonamos!” Estos comentarios pueden deberse a que cada vez la corrupción y el delito son mayores o, y es lo más probable, que los recursos para disimular los afanos y defraudaciones son más sofisticados y por lo tanto más difíciles de comprobar. Si a esto le agregamos las venganzas, los arrepentidos y las conveniencias políticas, realmente la dicha del refrán deja de ser buena y se convierte en el triste consuelo de los fracasados.
No es un problema estricto y exclusivo de nuestro país. El tema ha recorrido y sigue recorriendo la historia mundial, y no hablamos de los sistemas que caen por la fuerza a través de guerras, revoluciones y cambios drásticos como por ejemplo el derrocamiento de imperios como el Romano, las monarquías, el nazismo, el fascismo, el comunismo stalinista y demás poderes absolutos con siglos de continuidad, sino de gobiernos elegidos por los pueblos y muchas veces reelectos en contra de toda lógica y de encuestas más o menos serias. La caída de Nixon por el Watergate permitió correr el velo de muchas barbaridades, el fin de la guerra de Vietnam dejó un gusto amargo en el pueblo americano, parte del cual llegó a quemar su propia bandera, gesto inadmisible en el patriótico colectivo de ese país. La decadencia de Berlusconi, la muerte natural y en su cama de Franco y la salida estrepitosa de muchos líderes otrora aclamados abren la puerta a investigaciones, procesos y publicación masiva de irregularidades, crímenes, delitos y corrupciones sospechadas por muchos pero ferozmente negadas por los gobiernos de turno. Los perjudicados que suman millones muchas veces no llegan vivos para disfrutar aunque sea un poco tarde de la satisfacción de ver a los culpables castigados. Esta injusticia básica de la pena tardía, cuando no inexistente, frustra a generaciones que no pueden infundir demasiado optimismo a sus hijos y muchas veces siembran en esas mentes jóvenes un escepticismo que genera indiferencia, bronca, furia, fanatismos, resentimiento y la creencia de que las únicas actitudes posibles son el individualismo, la falta de solidaridad, la búsqueda de chivos expiatorios, la xenofobia o, peor aún, la salida salvadora de pasarse al bando de los que siempre ganan, o sea los delincuentes.
La justicia puede ser ciega pero nunca sorda y muchísimo menos lenta, burocrática y cómplice de la trampa, la mentira y el latrocinio. Solo así uno puede esperar para que la dicha sea buena, genuina y oportuna en lugar de oportunista.