La deuda que importa
Esta semana, páginas y páginas de diarios, y muchos minutos de programas de TV y radio se dedicaron a analizar el acuerdo con "los bonistas" para pagar una deuda que condiciona las posibilidades de desarrollo y la calidad de vida de nosotros u los que vienen detrás nuestro durante décadas. Sin embargo, hay otra hipoteca tan o más importante y en la cual, en lugar de avanzar, retrocedemos.
A esta última le dediqué este mismo espacio, a fines del año pasado, a propósito de un número oprobioso que acababa de revelarse: en el país, el 52,6% de los menores de 15 años eran pobres o indigentes. Es decir que ¡la mitad! de los chicos padecían penurias materiales y simbólicas que pueden dejar huellas no solo en su salud física, sino también en su desarrollo cognitivo y emocional. Ahora, un estudio de Unicef con una nueva estimación de la pobreza infantil indica que este año la cantidad de chicas y chicos pobres crecerá de 7 a 8,3 millones. Según este informe, el 25% de las familias dejaron de comprar ciertos alimentos durante la cuarentena y el 10% asiste a comedores.
Es difícil exagerar la gravedad de esta situación. Desde hace décadas se sabe que las carencias nutricionales dejan rastros en el cerebro infantil y se asocian con problemas de crecimiento, de desarrollo motor, emocional y cognitivo. Sebastián Lipina, director de la Unidad de Neurobiología Aplicada (Cemic-Conicet) que estudia los vínculos entre la pobreza y el cerebro, lo explica claramente.
La deficiencia de hierro, por ejemplo, se asocia con alteraciones tempranas de la mielinización (proceso por el cual las células de mielina recubren las neuronas, y que puede afectar su funcionalidad y velocidad de procesamiento), de la producción de neurotransmisores y el manejo de energía en las células nerviosas, y también con el desarrollo autorregulatorio, como el control de las emociones, y las competencias de memoria y aprendizaje.
La falta de proteínas e hidratos de carbono se asocia con alteraciones en la producción y diferenciación de células nerviosas durante las primeras etapas del desarrollo cerebral. La carencia de zinc se relaciona con alteraciones en la síntesis de ADN y con la liberación de neurotransmisores. Las de cobre, con la producción de neurotransmisores, el metabolismo energético de las células nerviosas y la actividad antioxidante.
La falta de cadenas largas de ácidos grasos poliinsaturados, presentes en alimentos como maíz, girasol, soja y legumbres, con la generación de contactos neuronales y de mielina. Las de yodo (presente en carnes y productos lácteos), con alteraciones en la producción de ADN, neurotransmisores, mielina y en la actividad antioxidante. Las de selenio (presente en semillas, legumbres, pescados, huevos y hortalizas, como hongos y cebolla), con alteraciones en la mielinización, la regulación de neurotransmisores y diferentes procesos tempranos de organización cerebral.
Pero aunque una adecuada nutrición es fundamental para tener un cerebro saludable, no lo garantiza. Según Lipina, la desnutrición que afecta el cerebro en condiciones de pobreza es tanto alimentaria como afectiva. Un contexto ambiental amenazante, como aquel en el que un chico debe transitar todos los días por un barrio con alta incidencia de robos, asaltos y peleas callejeras, una casa caótica, la falta de libros o computadora, también fueron vinculados con déficits en la autorregulación cognitiva y emocional, y en el aprendizaje.
Las neurociencias muestran que hay recursos para lograr que esas marcas pueden no ser indelebles. Pero que necesitan intervenciones de largo aliento. Y aquí, permítanme repetirme: como escribí el año pasado y volvería a hacerlo cuantas veces pudiera, si hubiera que embarcarse en una epopeya que nos involucre a todos, creo que no habría ninguna más justificada que desafiar esta injusticia indecible.