La deuda pandémica que no vemos
Me desperté pensando en que es muy triste estar enfermo y estar solo. Más triste que estar contagiado únicamente. Y más que estar en soledad. No es que no hubiera sentido antes eso de estar enferma y desolada. La vida me obligó desde pequeña a estar de los dos lados del mostrador: en una cama de hospital, paralizada por una embolia, y al borde de ella, custodiando los infartos de mi madre. Sé, con esa convicción que da la sangre, que es peor mirar desde lejos un lecho enfermo -como nos obligan la pandemia y sus inhumanos protocolos- que yacer en él. Con el aislamiento familiar se rompe no uno sino dos corazones: el del enfermo y el de quien necesita cuidarlo.
Porque los cuidados no son sólo médicos y tecnológicos. Desde que nacemos como mamíferos inmaduros descubrimos que sólo se sobrevive con el contacto de la piel y la mirada del otro. Aprendemos los rituales de la preocupación por el prójimo en la infancia y comprendemos a lo largo de la adultez que acompañar a vivir es tan importante como asistir a morir. Más temprano que tarde, entendemos que los enfermos pueden sucumbir a una tromboembolia de pulmón, sí, pero también zozobrar por no poder asir una mano querida cuando el aire se niega a entrar al pecho.
Nos pasa a todos. Cuando el infectólogo Paul Offit, uno de los padres de la vacunación actual, intenta explicar por qué decidió hacerse pediatra, su mente vuela hacia los días de su infancia, cuando estuvo aislado en un ala de un hospital para niños con polio, y miraba por la ventana hacia un inmenso jardín esperando que sus padres lo vinieran a visitar desde lejos. Fue esa nostalgia de cercanía lo que lo empujó a convertirse en el héroe de los niños que es hoy.
Quisiera tener a alguien ahora como el doctor Offit para que entendiera que necesito ver a mi hija tanto como ella necesita ver a su pareja, que está intubada en una clínica cerrada a cal y canto para el mundo exterior. Las dos somos adultas, conocemos los riesgos, no somos incapaces de vestirnos con los mismos elementos de seguridad (PPE) que médicos y enfermeras. Ella, además, está enferma de Covid-19. Me pregunto qué clase de idea medieval transportada al siglo XXI impide que nos veamos y nos cuidemos en un plano amoroso mientras los técnicos hacen lo suyo.
Aprendemos los rituales de la preocupación por el prójimo en la infancia y comprendemos a lo largo de la adultez que acompañar a vivir es tan importante como asistir a morir
A principios de la pandemia, se generaron protocolos hospitalarios para evitar el contacto con los enfermos, reglas que parecen más enfocadas en proteger las fortalezas azulejadas que la propia salud psicofísica de los pacientes. Los familiares, que son muchas veces los guardianes de la identidad y la memoria del otro, son todavía percibidos como estorbos en medio de los cables y bips. Se los aleja por todos los medios. Se les dice que si son mayores de 60 años (¿cuántos años podría tener un padre de un adulto internado?) no pueden entrar a ver a un paciente ni mirarlo desde atrás de un vidrio, que si no están legalmente casados no pueden recibir partes médicos, que la peste es peor que el desamor. El mensaje subyacente es que las emociones deben mantenerse a raya, como una amenaza a la estabilidad del enfermo.
“Esta política es cruel e inhumana”, escribió Ammar Waraich en el British Medical Journal. “Ver a las personas queridas puede ser inmensamente terapéutico para los pacientes y darles voluntad para sobrevivir en uno de los tiempos más difíciles de sus vidas”, explicó el médico. Tras cuidar a diario de pacientes con COVID, el también especialista en políticas públicas de la Universidad de Harvard confesó haber visto cómo los pacientes pierden la esperanza y rechazan tratamientos porque no le encuentran sentido a seguir luchando solos. Algo que podría remediarse con un permiso de visita enfundado en un traje protector. ¿Tan difícil es?
Los cuidados no son sólo médicos y tecnológicos. Desde que nacemos como mamíferos inmaduros descubrimos que sólo se sobrevive con el contacto de la piel y la mirada del otro
Algunos hospitales argentinos lo entendieron y habilitaron el ingreso de familiares a terapia intensiva. Pero otros reservan una visita sólo a modo de despedida, cuando ya el vínculo amoroso no puede aspirar a curar, ni el enfermo a nutrirse de su fuerza. La mayoría de los sanatorios, todavía, impide el contacto familiar en cualquier caso, incluso después de que investigadores en bioética del Conicet elaboraran un protocolo para facilitar la comunicación con los pacientes y se discutiera una reglamentación en CABA para habilitar el contacto.
“Son situaciones de crisis y el equipo sanitario puede estar desbordado, pero desde una perspectiva ética no hace falta ser un familiar legal para ver a pacientes con Covid; no hay razón para no permitir la visita de un allegado ni para negarle información médica”, reflexiona Florencia Luna, directora del Programa de Bioética de Flacso. “Falta sensibilización y conciencia entre los médicos”, lamenta la filósofa e investigadora principal del Conicet.
Lo cierto es que, a un año y medio del inicio de la pandemia, los familiares, las parejas, los mejores amigos de los enfermos todavía tienen miedo de perturbar con su humanidad el reino estéril de los guardapolvos blancos. Con la punta de sus dedos fríos y los ojos vacíos de llorar, se quedan esperando a un costado que les permitan reencontrarse con sus seres queridos en aquello que hay más de humano: el cuidado y la mirada íntima. Nos debemos, al menos, eso.
* La autora es periodista científica y licenciada en Psicología