La deuda externa, eje estratégico de la Agentina
La estremecedora volubilidad con que se está negociando la deuda externa es un síntoma de los trastornos de personalidad que aquejan a la Argentina y, en consecuencia, uno de los indicadores más agudos para explicar su actual debacle. Se debe comenzar por despejar esa sospechosa vocinglería parroquial disfrazada de gesta liberadora que impide abordar la cuestión con seriedad. Da vergüenza ajena estar obligado a repetir en un país que cree posible “vivir con lo nuestro”, que el crédito externo es indispensable para cualquier emprendimiento nacional, más si se sufren dificultades para acumular capital propio.
Lo insensato es destinar créditos endémicos a solventar intereses acumulados de infinitas deudas y, sobre todo, a alimentar la gigantesca corrupción estructural, en lugar de asignarlos a financiar inversiones reproductivas de capitales que sostengan y justifiquen esas deudas, como lo prescribe el abecé de la salud crediticia. Una lección que no es extraña para una Argentina que, si entre fines del siglo XIX y primeras décadas del XX vivió su apogeo como líder mundial, fue en gran parte debido al crédito que le permitió sufragar su impresionante desarrollo.
Tampoco puede asumirse ingenuamente la supuesta exclusiva inmoralidad de gobernantes argentinos que endeudan al país más allá de sus posibilidades y con fines espurios, pues el mundo no ignora que la Argentina es la deudora ideal, como una familia que toma crédito sin acuerdo para qué: la mitad epicúrea y audaz practica el carpe diem y gasta compulsivamente más de lo que produce, mientras que la otra, austera y estoica, prioriza el trabajo y el nombre familiar, cuida que sus egresos no superen sus ingresos y ofrece al acreedor la irresistible virtud de ser eficiente pagadora de los compromisos adquiridos por sus dispendiosos parientes. ¿De qué otra manera podría explicarse que los acreedores internacionales sean tan indulgentes con el peronismo como severos con los opositores a los que le corresponde el turno de honrar lo que los otros ya dilapidaron?
Si la Argentina pretende adoptar una política de crédito externo congruente, debe resolver sus trastornos de personalidad, unificar su criterio y demostrar el poder de su coherencia frente a los acreedores, a los que, además, debe escoger de forma bien calculada. El crédito externo es, además de un insumo estratégico de nuestro desarrollo, una variable negociadora poderosísima en el tablero estratégico mundial, así como un signo cabal de la entereza de un país y, como tal, su política crediticia externa debe estar íntimamente articulada con su política externa, pues, como su etimología lo indica, el crédito está asociado a la credibilidad, que es el flanco más débil de nuestra actuación internacional.
La cínica aunque pueril política en curso, que consiste en un regateo de bazar, coqueteando alternativamente entre desairar y extorsionar con una crisis financiera a un acreedor, seducir con estratégicas concesiones a otro y mendigar al vecino, está infligiendo un golpe tan letal a la credibilidad del país como a su posibilidad de éxito que, por fuerza, despierta suspicacias sobre su auténtico propósito. Lo cierto es que resulta candoroso e irresponsable suponer que los acreedores confían gratuitamente en nuestras imposturas pues, sin dudas, la ambigüedad también compromete, y algún día, de algún modo, nos las cobrarán. Como sea lo que persigue el Gobierno, la oposición debería, por un lado, dejar claro al mundo que revisará el veleidoso y equívoco manejo actual de este enredo, pero sobre todo, que tiene concebida y está resuelta a implementar una estrategia consistente entre su política crediticia y su política externa.
Diplomático de carrera, miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem