La derrota cultural del 7D
Hace 25 años, bajo el efecto de la abrumadora expansión de los medios, el sociólogo italiano Franco Ferrarotti afirmó, con nostalgia: "Vivimos haciendo equilibrio entre dos vacíos porque hemos perdido la cotidianidad y ya no tenemos la historia". Para él, el fin de la historia se originaba en la decadencia de las clases sociales y sus proyectos, reemplazados por la masa estandarizada de consumidores. El ocaso de lo cotidiano lo veía en la pérdida de la capacidad de narrar y conversar. Narrar es monótono, cansa. Con la conversación se extinguen, creía Ferrarotti, las narraciones mínimas de lo cotidiano.
Para este agudo observador, quizá demasiado imbuido de idealismo intelectual, las imágenes arrastraban a las palabras, la televisión achataba al mundo, el shoping y la autopista eran el símbolo de la unificación planetaria. Un cuarto de siglo después, algunos tramos de este diagnóstico quedan en pie, otros están desactualizados. La derrota sin estrépito del 7D es una ocasión para revaluar esta mirada sombría de la modernidad.
¿Por qué naufragó el 7D y tuvo éxito el 8N? Diría inicialmente, en los términos de este enfoque: porque lo cotidiano, lejos de morir, adquirió una nueva vigencia, impulsado por las redes sociales, la comunicación virtual y el intercambio incesante de imágenes. Twitter le otorgó potencia inusitada a las "narraciones mínimas de lo cotidiano"; Facebook estableció un canal de comunicación rutinario donde puede volcarse todo, desde el registro más vegetativo y banal hasta ideales y convocatorias ciudadanas.
Las redes sociales hicieron algo más, letal para los sueños dogmáticos: instauraron un pluralismo infinito, sepultaron las prohibiciones, extendieron los límites de lo aceptable, entronizaron la velocidad y la diversión. Tornaron democrática la producción de conocimientos e indoloro el registro sentimental. En cierta forma, acabaron con los grandes mitos y las devociones. Se devoraron la historia y sus epopeyas.
Visto desde esta perspectiva, tengo la impresión que el Gobierno agotó con el 7D el stock de sus mitologías, desplegado con éxito durante una década. El kirchnerismo fue muy productivo en este terreno y decididamente contracultural. Le impuso mitos a una sociedad devastada por la crisis en una época en que lo mitos están en decadencia. Primero fue la salida de Néstor, del Infierno hacia el Purgatorio, su propia muerte y resurrección; luego el Bicentenario, las estatizaciones y los ritos de celebración nacionalista y emancipatoria de Cristina.
En los buenos tiempos, el kirchnerismo recuperó con éxito la historia y lo cotidiano. Articuló incomparablemente el discurso ideológico, las nuevas tecnologías y el consumo. En su decadencia, ese trípode virtuoso se le vuelve en contra: las redes sociales convocan enormes manifestaciones opositoras; el gran relato satura (¡narrar cansa!); el consumo ya no es lo que era, acosado por la inflación y la ausencia de nuevos puestos de trabajo. En los tiempos que corren, la epopeya política necesita del shopping para sostenerse.
Los sociólogos del Gobierno deberían preguntarse qué pasó para que el 7D no significara la consagración del modelo. Los resultados ya no fueron eficaces cuando se estatizó YPF, aunque se lo negara. La caída del 7D confirma esa tendencia. En la época de Néstor, los mitos de liberación eran aceptados sin fórceps, la sociedad los necesitaba. Ahora requieren de dosis de autoritarismo y prepotencia cada vez mayores, que se vuelven en contra de quienes las aplican. Las provocaciones le cuestan muy caras al oficialismo en estos días.
Concluyo con un recuerdo que tal vez encierre una interpretación cultural del presente. Allá en los 70, cuando la violencia no me convencía, un amigo me ofreció una clave al decirme, irónico: "¿En lugar de «Perón o muerte», no será mejor «Perón o heridas leves»?"
El 7D murió sin épica, con levedad. Fue un mito revolucionario derrotado por vía administrativa. Transitó del cielo a la mesa de entradas. El Derecho convirtió la Biblia en expediente. Prevaleció el equilibrio de poderes. En tanto, la política -esperemos- seguirá transcurriendo expresiva y dramática, pero sin violencia. Hasta se convocó a una fiesta popular para celebrar los derechos humanos.
Heridas leves en lugar de antinomias trágicas, vida cotidiana en vez de mitos, historia menor antes que gran historia. Paz, no guerra. Acaso la Presidenta comprenda que este también puede ser el legado, cuando empieza el difícil crepúsculo de su estrella.
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