La derecha francesa reserva sorpresas
PARÍS.-Andando se acomodan los melones, decía Perón. Elíptica frase que los argentinos captamos en un chispazo y que a los franceses hay que aclararles precisando que los melones se ordenan solos gracias al movimiento del camión, o del carro. Podría prescindir de la imagen para inventarme otra, pero esta última votación desarrollada hace no mucho en Francia, destinada a designar al candidato de la derecha frente a las elecciones nacionales de 2017, la trae a mi memoria como nunca: ¿quién, ante un mundo entregado al populismo de extrema derecha, hubiera imaginado que el ganador de la primaria no sería Nicolas Sarkozy -convertido en el adalid del "pueblo olvidado", léase el que en otros parajes votó a Trump-, sino un provinciano de buena familia, católico y bien educado llamado François Fillon? En su desesperado intento por sacudir el mentado carro, Sarkozy parece haber olvidado que una vieja nación tiene sus propias reglas, por no decir su propia derecha, y que a esa derecha las exageraciones le caen mal.
Fillon ofició de primer ministro durante la presidencia de Sarkozy, de 2008 a 2012, y el sufrimiento se le notaba. Era como si representaran a dos países distintos. Es que el fenómeno Sarkozy, en Francia, no es fácil de entender: de familia extranjera, medio judía de Salónica y medio húngara (cuando yo era chica, mi profesora de piano, de ese origen, era la señorita Sarkozy), petiso, lleno de tics nerviosos, ridiculizado por sus historias amorosas y sus agresiones verbales, para muchos carismático y, para otros, el ser más odioso de la tierra, consciente de suscitar la más decidida antipatía y casi complaciéndose en despertarla, como si esas reacciones contrastadas le dieran la sensación de existir? ¿será posible que todo eso, de buenas a primeras, y por azar de los melones, pertenezca al pasado?
No puedo despedir a esta figura política que, por una vez suena cierto, acaba de retirarse a "las pasiones privadas", sin evocar la última salida de Sarkozy, que quizás le haya costado su carrera política: los galos. "Todo aquel que viva en Francia y esté integrado al país -manifestó sin un pestañeo- desciende de los galos". Al oírlo corrí al espejo. Pero las trencitas rubias no me habían crecido, así como tampoco les crecieron a las generaciones de pequeños africanos o de pequeños árabes que en las escuelas coloniales francesas tuvieron que repetir la lección, "nuestros antepasados los galos". Hoy tengo la sensación de que hubieran pasado siglos desde aquellas gesticulaciones sarkozianas tendientes a pescar votos en aguas de Le Pen; pero la historia, o el camión, camina rápido, y el tema de la identidad, que hasta hace diez minutos parecía situarse en el centro de la contienda (por el lado de la derecha y de la extrema derecha, la "novela nacional" y lo étnico en reemplazo del problema social y económico y, por el de la extrema izquierda, la lucha de clases convertida en lucha de razas encaminada a combatir la "hegemonía blanca"), ahora parecería haberse desplazado hacia otro lugar.
¿Cuál? La sorpresa consiste en que nos amenazaban con un populista, y Fillon no lo es. Aunque le encante Putin, es un tradicionalista, padre de cinco hijos, casado desde siempre con la misma mujer, Penélope, que hunde sus raíces en el vasto movimiento llamado la Manif pour tous en contra del matrimonio igualitario decretado por el gobierno de François Hollande. Una ley que, según ha declarado, si llega a presidente no piensa discutir. Lo que importa no es eso, sino que su programa está calcado del de Margaret Thatcher: más horas de trabajo semanales, menos seguridad social, 500.000 funcionarios despedidos, supresión del impuesto a la gran fortuna; el diario Libération no se ha equivocado al publicar una fotografía de Fillon con el peinado y los aritos de la Dama de Hierro.
El otro gran perdedor en la primaria de la derecha fue el chiraquiano Alain Juppé, menos tajante que Fillon, cosa que para la izquierda, o para lo que queda de ella, es buena noticia. Un adversario tiene que estar claramente en la vereda de enfrente, y qué mejor que una vieja derecha conservadora, thatcheriana, para que los argumentos de ese mundito hoy dividido y desorientado situado de lado del corazón logren lucirse. ¿Y para Marine Le Pen? Por catastróficas que hayan sido, en estos últimos tiempos, las encuestas de opinión, me atrevo a adelantar un pronóstico no rosa -el color socialista-, pero tampoco pardo -el color de las camisas mussolinianas-. Me cuento entre quienes creen que Francia no votará por ella. La mantendrá siempre ahí, como al cuco, pero en el momento decisivo no saltará hacia lo desconocido porque el abismo no es francés. Estamos ante un problema de proporción demoníaca: los Estados Unidos tienen sus cowboys y su Ku Klux Klan, y Francia, a su manera, también. Sin embargo, el fenómeno que en este país se desarrolla dentro del cuarto oscuro tiene que ver con el desinfle: como si el mariscal Pétain se les pinchara hasta finalizar en un siniestro, pero estable, 30 por ciento, el mismo que desde hace años logra Le Pen.
Pero el golpe lo ha dado Hollande al renunciar a su candidatura en forma sorpresiva. Las encuestas lo presentaban como perdedor, dos de sus jóvenes protegidos lo apuñalaron por la espalda, y el libro de confesiones publicado por dos periodistas de Le Monde terminó con su carrera política. En este mundo del espectáculo en que vivimos, una sola publicación puede anular cinco años de realizaciones y una vida entera de honestidad. En algún momento se le hará justicia. Ya se observan indicios, ya lo están calificando de valiente, pero entretanto Francia se ha quedado sin él.