La democracia, sometida a una presión que la debilita
La democracia atraviesa un momento crítico. Los datos del Índice Democrático (2017), elaborado por la Economist Intelligence Unit (EIU) - una unidad que pertenece a l grupo que edita la conocida revista británica The Economist-, así lo demuestran. Únicamente 19 países del mundo son democracias plenas, la mayoría de ellos de Europa occidental, en los cuales vive apenas el 4,5% de la población mundial. La mayoría de los países, 57, en los cuales vive el 44,8% de los habitantes del globo, son democracias imperfectas. El resto, o sea el 50,7% de la población mundial, se distribuye entre sistemas híbridos (16,7%) y regímenes autoritarios (34%). A todo esto debemos agregar que ninguna región mejoró su puntaje y que más del 50% de los 167 países analizados, 89 para ser precisos, mostraron signos de deterioro en 2017.
Por otra parte, el surgimiento de líderes autoritarios, así como el creciente auge del populismo y de fuerzas políticas de extrema derecha en varias regiones, ha dado lugar a un intenso debate sobre el estado de la salud de la democracia.
Para algunos analistas el mundo vive un proceso de desaceleración y estancamiento democrático. Otros, más pesimistas, hablan incluso de regresión democrática. Un tercer grupo, con una lectura más optimista, señala en cambio que pese a los importantes retos que acechan a la democracia -que no deben ser subestimados-, esta cuenta sin embargo con un importante nivel de apoyo ciudadano y de resiliencia, fortalezas que tampoco deben ser ignoradas (según el informe de IDEA Internacional sobre "El estado de la democracia en el mundo. Examen de la resiliencia democrática", del año pasado).
El sábado 15, precisamente, se celebró el Día Internacional de la Democracia, cuyo tema central fue "La democracia bajo presión: soluciones para un mundo cambiante".
Para António Guterres, secretario general de la ONU, hoy la democracia se ve sometida a más presión que en ningún otro momento desde hace décadas. Frente a esto, propone buscar formas para vigorizarla y dar respuestas a los principales desafíos que enfrenta, en especial, corregir la desigualdad, fortalecer la inclusión y lograr que sus instituciones sean más innovadoras y receptivas a las nuevas demandas.
Todo lo anterior, unido al hecho de que este año América Latina conmemora el cuadragésimo aniversario del inicio de la tercera ola democrática, hace propicia la coyuntura para evaluar el estado de la democracia en la región.
Un año difícil
En América Latina, 2018 se proyecta como un año mediocre en lo económico, complejo en lo social, y caracterizado por una intensa maratón electoral cuyos resultados están reconfigurando el mapa político latinoamericano. A esto debemos sumar la existencia de una ola creciente de demandas y expectativas insatisfechas junto a escándalos de corrupción, cuya letal combinación erosiona la credibilidad de la democracia y sus instituciones.
En efecto, el cuadro regional es preocupante. Según el citado Índice Democrático, la calidad de la democracia en América Latina -en sintonía con la tendencia mundial- ha sufrido un nuevo deterioro. Solo un país latinoamericano, Uruguay, es considerado una "democracia madura". La mayoría (diez países en total, incluida la Argentina, que ocupa el lugar 48 a nivel global y la séptima posición en el plano regional) pertenece al grupo de "democracias con fallas". Otros cinco países son considerados regímenes híbridos: Guatemala, Honduras, Nicaragua, Bolivia y Paraguay. Y dos, Venezuela y Cuba, son calificados como autoritarios.
El deterioro de la calidad de la democracia viene acompañado de otra mala noticia: la caída tanto del nivel de apoyo como del índice de satisfacción con la democracia. Según el Latinobarómetro 2017, ambas variables tuvieron una evolución negativa: el apoyo disminuyó por cuarto año consecutivo, situándose en el 53%; la satisfacción cayó fuertemente y se ubicó en el 30% promedio regional.
La explicación de ambos fenómenos radica, en buena medida, en la falta de correspondencia que existe entre, por un lado, las expectativas y demandas de una ciudadanía que mejoró su nivel de consumo, que está más empoderada y es más exigente de sus derechos, que está más conectada vía las redes sociales y, por el otro, el sentimiento de frustración y temor a perder lo alcanzado o a no poder seguir consumiendo y progresando al mismo ritmo. Este creciente malestar ciudadano provoca indignación con la política y las élites, un aumento de la polarización y del voto antiestablishment, mayor conflictividad social y una gobernabilidad más compleja.
Tanto en el plano global como en el ámbito latinoamericano, asistimos a un "cambio de época" que viene acompañado de oportunidades, pero también de nuevos desafíos y amenazas para la democracia.
Pese a los importantes avances logrados durante las últimas cuatro décadas, que debemos reconocer y valorar, las democracias latinoamericanas exhiben importantes déficits y síntomas de fragilidad, así como también serios desafíos. Entre ellos se destacan la debilidad institucional, el deseo de sus gobernantes de permanecer en el poder de manera indefinida y la elevada desigualdad, junto con altos niveles de corrupción, inseguridad e impunidad.
A la combinación tóxica de los factores arriba señalados se unen los cambios disruptivos producidos por la IV Revolución industrial, las nuevas formas de hacer política nacidas del cambio tecnológico y la importancia creciente de las redes sociales y las fake news.
Esta nueva y compleja realidad demanda una agenda renovada de reformas que apunten a mejorar los niveles de representación, garantizar la gobernabilidad y fortalecer la resiliencia de la democracia, es decir, la capacidad de los sistemas sociales para afrontar las crisis y los desafios complejos, así como sobrevivir a ellos, innovar y recuperarse.
Mayor participación
La prioridad pasa por garantizar una ciudadanía efectiva, aumentar la participación ciudadana, recuperar la legitimidad y credibilidad de las instituciones y asegurar la plena vigencia del Estado de derecho, dirigida a sentar las bases de una democracia de nueva generación, de mejor calidad y mayor resiliencia.
Para eso es necesario impulsar un conjunto de reformas políticas cuyos objetivos sean contar con:
1) partidos modernos y democráticos con financiamiento transparente, y Parlamentos legítimos, con capacidad para representar y encauzar las demandas sociales, complementados con mecanismos de participación ciudadana;
2) instituciones y mecanismos de control que impidan el ejercicio abusivo del poder y aseguren niveles apropiados de transparencia y rendición de cuentas;
3) un Poder Judicial independiente y con recursos adecuados para asegurar la vigencia del Estado de derecho y la seguridad jurídica.
Esta es la agenda que el liderazgo político latinoamericano necesita debatir sin demoras, con inteligencia y capacidad de innovar, para recuperar la confianza y la complicidad de una ciudadanía que se identifica con la democracia pero que descree de sus instituciones y está crecientemente indignada con la política y sus élites.