La democracia de los modernos
En estas líneas sostendremos que la democracia de los modernos, régimen político que se esparció por el mundo occidental tras la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, no es en absoluto una fórmula pura, vinculada únicamente con la soberanía popular y su presunta infalibilidad. Entender esto permite iluminar algunas cuestiones de actualidad e interés público, desde el trágico caso de Fernando Báez hasta la arremetida del Gobierno nacional contra los integrantes de Corte Suprema.
Recordemos que la democracia de los modernos, lejos de ingenuas o interesadas idealizaciones, es el resultado de la articulación de algunos elementos que, tanto en la teoría como en la práctica, no siempre conviven armoniosamente. La explicación radica en que este régimen democrático, tomando prestada la caracterización de Carlos Strasser, es eso: un régimen que contiene un gobierno y que gobierna a partir del Estado. Un régimen en el cual confluyen elementos procedentes de tres tradiciones de pensamiento: la “democratista”, la republicana y la liberal.
Por esta razón, el régimen democrático moderno es, simultáneamente, tributario de la soberanía popular (“democratismo”), la alternancia en los cargos y la representación política (republicanismo, al menos en una de sus vertientes), y un orden constitucional que reconoce derechos y garantías extendidas a todos los ciudadanos (liberalismo). La convivencia de estas tradiciones no está exenta de tensiones. La noción de derechos como límite infranqueable a la voluntad de otros no se lleva bien con la lógica de la soberanía popular ilimitada que rechaza la existencia de una red de derechos que son “independientes –como afirmaba Benjamin Constant– de toda autoridad social o política”.
La democracia moderna, esa fórmula de compromiso y estructuralmente inestable, incluye como uno de sus pilares a ese conjunto de derechos y garantías básicas constitucionalmente establecidos que nos resultan obligatorios, aunque su aplicación en ciertos casos nos incomode. Como acertada y valientemente sostuvo Roberto Gargarella contra la espiral punitivista que rodeó el caso del asesinato de Fernando Báez (La Nación, 11 de febrero 2023), nuestra Constitución no avala que quienes cometieron delitos, por aberrantes que sean, se “pudran en la cárcel”. En su artículo 18 establece: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”. Es que, para recordar a Alberdi en Palabras de un ausente, “las garantías no son para los buenos solamente, sino para los buenos y para los malos, como la luz del sol”.
Asimismo, la división de poderes que hoy se encuentra en el centro de la disputa entre el Poder Ejecutivo Nacional y la Corte Suprema es parte irrenunciable de esta democracia de los modernos a la cual nos referimos. Como explicó James Madison al defender el diseño de la constitución norteamericana, ese “precepto de la ciencia política” no apuntaba a la inacción o impotencia mutua, ni tampoco a evitar la articulación entre los departamentos de gobierno o la injerencia parcial de uno en los asuntos de otro, sino a contener su “espíritu invasivo” y la ulterior “concentración tiránica” de todos los poderes en las mismas manos. No consistía en el establecimiento de una separación estricta, sino en un evolucionado sistema de controles y equilibrios que, por su propia naturaleza, no era ajeno al destino que Montesquieu augurara a los regímenes moderados: “una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez y que rara vez dirige la prudencia”. Madison fue un paso más allá. Junto a los controles endógenos propios del complejo andamiaje sancionado en Filadelfia, sostuvo la necesidad de una ciudadanía que vigile y controle a los gobernantes de turno mediante elecciones periódicas.
Los derechos y garantías, el sometimiento a procesos judiciales en manos de jueces naturales e imparciales que orienten sus decisiones a partir de lo establecido en la constitución y las leyes, sin dejarse llevar por presiones mediáticas o preferencias ideológicas, no son, como algunos plantean o querrían, presupuestos distantes de lo democrático y popular. Lo propio cabe decir de la división de poderes y de las elecciones de representantes periódicas y limpias, con alternancia real de los cargos. Conforman la democracia de nuestro tiempo, una democracia posible, mediada por instituciones a veces deficitarias, imperfecta pero perfectible y que vincula en su seno la riqueza de diferentes tradiciones no meramente superpuestas.
No tenemos por qué mantener inalterables aquellos aspectos que consideremos deficitarios de la democracia moderna; esta representa un punto de partida, quizás modesto pero necesario, a partir del cual podemos imaginar una sociedad mejor, más civilizada y pacífica. Mucho menos resignarnos a que la intolerancia de los populismos, sean de izquierda o de derecha, se apropie de lo democrático agotando su significando en la legitimidad electoral y concentrando el poder en unos pocos que, en lugar de robustecer la democracia, no hacen más que erosionarla.
Jensen es doctor en Derecho, docente e investigador. Aguilar, doctor en Ciencias Políticas y profesor de teoría política