La demanda que obliga a inventar otro peronismo
“Esto no parece un gobierno peronista”. La frase está datada a mediados del año 2020 y se le atribuye a cierta arquitecta egipcia, aunque no hay certeza de que ella efectivamente la haya pronunciado en su pirámide del Instituto Patria. Es, sin embargo, una frase verosímil, susurrada por ciertos adláteres en los oídos de algunos cronistas del poder. Durante 22 meses de gestión, operadores de uno y otro campamento de este oficialismo bipolar se enviaron mensajes sibilinos y hostiles a través de los diarios, y la frase en cuestión forma parte de ese tiroteo y merece por lo tanto un breve estudio. El kirchnerismo está articulado esencialmente bajo la mágica fórmula de las dos F: Feudo y Fantasía. Su praxis y propósito nuclear ha sido el modelo Santa Cruz, una democracia de cartón piedra que oculta un reino de partido único sin contrapesos, sin ideología y también sin escrúpulos. En su versión nacional, ese modelo requirió estrategias intelectuales que prestaran lujosa cobertura a la política feudal y edificaran épicas y coartadas “progres y emancipatorias”; Mario Ishii y Gildo Insfrán, romantizados por Hernández Arregui y Rodolfo Puiggrós. Realidad y literatura. Al contrario de su finado esposo, que actuaba libretos de un setentismo apócrifo, pero tenía un estómago a prueba de espejismos y tilinguerías, muchas veces Cristina Kirchner se vio tentada a abandonar los hechos crudos y pernoctar idílicamente en sus palacios ficcionales. Es dable suponer, no obstante, que más allá de loteos y vigilancias celosas y cercanas, su asociación con Alberto Fernández suponía la idea de un gobierno de transición manejado por justicialistas de pragmatismo feroz que la salvarían de los disgustos penales, harían los trabajos sucios de la economía y le entregarían al final un barco reluciente para que los delfines de la Pasionaria del Calafate lo timonearan hacia un amanecer glorioso. Pero lo inesperado sucedió: el regente de la gran dama –envuelto en un peronismo flower power– se dedicaba más a la fantasía que al feudo, a la impostura progre más que a la verdad desnuda. Y ella se revolvía, incómoda, en su trono impaciente, y a la vez se dejaba embargar por la utopía encarnada en el circunstancial y ya añejo éxito del gobernador “porteño”, Axel Kicillof. Todavía se murmuraba a su alrededor que el kirchnerismo era la fase superior del movimiento peronista. El porrazo de las elecciones primarias fue tan grande que la monarca de la calle Juncal resolvió girar 180 grados a doscientos kilómetros por hora, meter señores feudales sin barniz en la administración del “regente” y barones del conurbano en el gabinete del “heredero”, y encomendarse al Señor. “Un gobierno excesivamente preocupado por los derechos de las minorías terminó perdiendo el voto de las mayorías”, escribió Julio Bárbaro, siempre en sintonía con los cuadros políticos de Su Santidad. Porque esos espectáculos identitarios –dictados más por demagogia barata que por principios– los entretuvieron con su pirotecnia biempensante, pero les granjearon la enemistad política de la cuarta rama del cuarto gobierno kirchnerista: los obispos y curas de Bergoglio, que acaban de emplazarlo por carta y homilía. “¿Y si se dejan de jorobar con tanto ‘frepasito tardío’ y se ponen a hacer, de una vez por todas, peronismo? Es decir, capitalismo con justicia social”, lanzó el escritor Jorge Asís, que conoce como pocos vida y obra de Juan Manzur. “Fui, soy y seré peronista”, se vio obligada a aclarar en su explosiva epístola la vicepresidenta de la Nación. ¿Para qué? ¿Qué está pasando?
El modelo pobrista tocó fondo, y el peronismo empezó a digerir la certidumbre de que se necesita un modelo desarrollista y generador de riqueza
El análisis profundo de los resultados comiciales no solo permite detectar broncas irreductibles y oportunidades de nicho clientelar; también confirma que la palabra “trabajo” es el gran clamor de la hora. Para el peronismo real la demanda siempre ordena la oferta, y no a la inversa, como sostienen algunas vanguardias arribistas del kirchnerismo extremo. Esa metamorfosis en la base de sustentación, ese nuevo grito popular hace recalcular todo el “proyecto” y amenaza con provocar, más allá de los resultados de noviembre, un cambio de piel. Ya es imposible dar trabajo desde el Estado en cualquiera de sus tres niveles; está quebrado y en nada se parece al antiguo ogro filantrópico del superciclo de las materias primas. Esta vez se trata de empleo privado y no público, y para producirlo es necesario modificar entonces toda la cultura interna. Como en un dominó, el trabajo mueve las fichas: exige volver a creer en la iniciativa privada, dejar de hostigar el progreso, bajar impuestos, brindar seguridad jurídica, amigarse con los emprendedores y atraer inversores de cualquier sitio o latitud. El modelo pobrista tocó fondo, y el peronismo ha comenzado a digerir la certidumbre de que se precisa un modelo desarrollista y generador de riqueza, puesto que el capitalismo no fue borrado por la pandemia –como se profetizaba en Palermo Fashion– y porque con los regímenes bolivarianos el populismo se queda sin prosperidad y sin pueblo. Juan Manzur, un oscuro señor feudal aunque con buenas conexiones en Washington y también en algunos segmentos relevantes de la comunidad internacional de negocios, encarna prematuramente esa suerte de neomenemismo. Que necesitaría, por supuesto, toda una retórica aggiornada: a fin de cuentas, desde Putin hasta el Partido Comunista chino marchan hacia la globalización sin complejos; no son democracias occidentales, pero tampoco socialismos del siglo XXI. “Nosotros no queremos parecernos a Venezuela”, advirtió esta semana Alberto Rodríguez Saá. Mensaje directo: masticamos vidrio, madame, pero no lo tragamos.
Todo esto es lo que pareciera cocinarse a fuego lento en las cabezas de los principales caudillos del partido de Perón, y tal vez lo que bulle en la mente calculadora de una lideresa que se ha caracterizado por radicalizarse en las buenas y en las malas, pero que esta vez no tiene fondos ni respaldo, y que no se ve a sí misma como la mera dueña de un partido de izquierda o de una interna testimonial. ¿Cabalgará este nuevo tigre de la historia o se dejará devorar por la fiera?
Desde hace diez años y con alguna excepción –como el sufragio de 2017– todo voto ha sido voto castigo. Y es obvio que la sociedad transita un 2001 asordinado pero igualmente devastador, y que el sistema bimonetario (con su cepo maldito) hace improbable una salida sin un programa amplio de racionalidad y consenso. Un obligado viraje del peronismo hacia la generación de empleo genuino, motivado no por convicción ideológica, sino por la simple voluntad de no suicidarse, sería también un viraje hacia el centro y hacia un diálogo inexorable con la oposición, puesto que no se puede realizar semejante faena (con todo lo que ella implica) ni ser un zar instantáneo (como les gustaría a algunos personajes con vocación autocrática) desde la soledad y desde esta extrema debilidad personal y colectiva.
Esta lectura no terminará de decantar hasta las postrimerías de la elección, y tal vez se ralentice si por (mala) ventura el conteo del 14 de noviembre les trae buenas nuevas y los tienta a sacar conclusiones erróneas. Pero aun en esa situación improbable y combustible (están acechados por un incendio y siguen bombeando nafta), no podrán borrar los requerimientos del mismísimo “pueblo peronista”, que ahora les modula inconscientemente la imperiosa necesidad de una especie de república a quienes pretendían solo una republiqueta. Normalidad y no anomalía. Tendrán que barajar y dar de nuevo.