La degradación a la que ha llegado nuestra conversación pública
Bloque autodividido: el derecho no debe tolerar sino invalidar de raíz tales “avivadas”; representan el paradigma de lo que nunca debe concedérsele al poder de turno
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Resulta obvio, a esta altura, reconocer que todo lo ocurrido en torno al fallo reciente de la Corte Suprema sobre el Consejo de la Magistratura (CM) –antes, durante, y sobre todo después de la decisión del máximo tribunal– expresa la degradación a la que ha llegado nuestra conversación pública. Procurando resistir un poco tal degradación, presentaré tres argumentos en torno a tal conflicto jurídico: uno sobre la representación de minorías en el CM; el segundo, sobre la decisión de la Corte de invalidar una ley “reviviendo” la ley que regía con anterioridad, y el tercero sobre la salvaguarda (judicial) que merecen los procedimientos del diálogo constitucional.
Si nuestro derecho exige que en la composición del CM (u otros organismos similares) haya “equilibrio”, o se garantice la presencia de mayorías y minorías, o se asegure que todos los “bloques legislativos” principales queden representados en el organismo, no se debe a su mera preocupación por “completar las sillas vacías” u “ocupar todas las vacantes”. En absoluto: se trata de un valioso esfuerzo destinado a resguardar la diversidad propia de una sociedad plural, naturalmente compuesta por personas que piensan distinto. Por eso mismo (y como ejemplo hipotético), si en una sociedad fragmentada entre religiones diversas –pongamos, anglicanos, católicos, protestantes– el “bloque mayoritario anglicano,” se autodividiera en tres y reclamara ocupar los cargos que le corresponden a la primera, segunda y tercera minoría, dicha acción no debería verse como una demostración de la “pericia política” de los vencedores, sino como una monstruosa demostración del modo en que dicha mayoría arrasa con los derechos de quienes piensan distinto. Lo mismo si la Constitución de ese país imaginario quisiera asegurar el cuidado de los principales grupos raciales –pongamos, “blancos”, “afroamericanos” e “hispanos”– y el grupo mayoritario de los “blancos” se dividiera en dos, de forma de terminar ocupando todos los cargos disponibles. Otra vez, en dicho caso no estaríamos frente a una “avivada” demostrativa de la “genialidad política” de la mayoría blanca, sino ante una afrenta que revela su desprecio hacia los que no aceptan someterse a sus designios.
Que el oficialismo haya festejado y tratado de justificar la “picardía” de la expresidenta, admitiendo la comisión de una “trampa”, porque se trató de “una trampa que ya hizo antes la oposición”, habla del estado moral de nuestra elite política, una tristeza a la que (casi todos ellos) nos tenían acostumbrados. Ahora bien, que la comunidad jurídica no reaccione debidamente frente a lo ocurrido, alude al estado por completo descorazonador de nuestra conversación pública. Hoy, los grupos políticos dominantes tratan al resto de la ciudadanía como si todos estuviéramos escupiéndonos y maltratándonos mutuamente, y nos viéramos conminados a aceptar, por tanto, que “o somos culpables hoy, o fuimos culpables antes”. La vida constitucional del país no puede quedar de este modo sometida al cinismo de la elite dirigente, ni condenada a ser testigo de sus caprichos. Y algo más: el derecho no debe tolerar, sino invalidar de raíz tales “avivadas”. Es lo que hace y ha hecho históricamente el derecho, frente a “trampas” semejantes (el “gerrymandering”, la discriminación “oculta,” etc.): las fulmina sin miramientos ni contemplaciones de ningún tipo. Representan el paradigma de lo que nunca debe concedérsele al poder de turno.
¿Significa lo anterior que la decisión de la Corte en el caso del CM fue impecable, o al menos jurídicamente irreprochable? No. No somos ingenuos, y sabemos dónde vivimos y de dónde venimos: la historia nos ha entrenado en el espanto. Que la justicia haya demorado 15 años en definir los destinos de ley 26.080, o que la Corte haya desempolvado dicho expediente 6 años luego de haberlo recibido, resulta muy preocupante, aunque forme ya parte de nuestra “rutina” de horrores. No se trata de que la Corte quiso “tomarse en serio” el asunto, o actuar de modo sensible al contexto: se trata de que subordina el resguardo de derechos cívicos, al resguardo de los intereses propios.
Paso al segundo argumento. La pregunta es: en una democracia con división de poderes, ¿no resulta una aberración (o un “golpe de Estado”, como increíblemente reclamó el oficialismo) que, frente a una ley impugnada, la Corte le ponga “plazos” al legislativo para que dicte una nueva norma, y –ante la omisión de éste– anule la ley en cuestión, “reviviendo” así la ley que regía previamente? Respuesta: no, en absoluto. Se trata de un curso de acción justificable en ciertos casos, y muy común entre algunas de las mejores Cortes del mundo. El 21 de abril de 2022 la mejor y más respetada Corte latinoamericana, la Corte Constitucional de Colombia (ejemplo y caso de estudio a nivel mundial) invalidó, por razones procesales, el Código Nacional Electoral, y estableció además que hasta que el Congreso dicte un nuevo Código, las elecciones se desarrollarían conforme al Código viejo. ¿Escándalo jurídico nacional?, ¿vergüenza mundial? Por el contrario: aplausos doctrinarios y cívicos, casi unánimes, por decenas de razones. Señalo las mías: en una mayoría de casos los jueces deben verse impedidos de actuar (no deberían hacer casi nada de lo que normalmente hacen) pero –a cambio– los magistrados deben ser “activísimos” frente a violaciones procedimentales (como el árbitro de fútbol, el juez no debe impugnar o cambiar el resultado que no les gusta, pero sí, y sin duda alguna, invalidar el gol hecho con la mano); la peculiar “separación de poderes” que establecieron nuestras Constituciones (el “sistema de frenos y contrapesos”) no impide sino que exige la mutua “interferencia” entre las ramas de gobierno (se distingue así del sistema alternativo que nuestros constituyentes rechazaron: el sistema de la “separación estricta” entre ramas); la democracia no se ve afectada si los tribunales (en los pocos casos en que deben intervenir) actúan exigiendo al Congreso que tome una decisión en cierto tiempo (ejemplo: la jurisprudencia colombiana dictó recientemente un “exhorto vinculante”, para pedirle al legislativo que en dos años legisle en materia de unión de parejas homosexuales), y abiertos a que (i.e., frente a una “ley que revive”) el Congreso vuelva a legislar. Actuando de este modo (justificado), los jueces dejan que la ciudadanía o sus representantes mantengan la “última palabra” normativa. No invoco aquí, como algunos de nuestros doctrinarios, un simple “argumento de autoridad” del tipo: “lo hecho está bien, porque ya lo hizo la Corte argentina” (caso “Uriarte”), o “está bien porque ya lo hacen otros tribunales” (Colombia, Costa Rica). Se trata de que hay buenas razones, democráticas y constitucionales, para justificar dicho (limitado) papel para los tribunales.
El último argumento refiere a los procedimientos del diálogo, y su significado. Desde hace años, algunos juristas abogamos por una lectura de la Constitución como “manual de reglas para el diálogo democrático”, y hoy –afortunadamente– dicha lectura se ha extendido universalmente (de hecho, en el citado caso del Código Electoral, el magistrado ponente, Alejandro Linares, alegó la invalidez de dicho Código en razón de la “ausencia de un debate amplio, trascendente y participativo” en torno al mismo). Tomar en serio el diálogo nos exige, hoy, precisar “por qué, constitucionalmente, nos importa el diálogo”: no se trata de invocar el diálogo, meramente, como nuevo talismán para calificar o descalificar lo que nos venga en gana. Ocurre que en una sociedad multicultural, marcada por los desacuerdos razonables, la coerción estatal (la que impone impuestos o define las principales a ser aplicadas, etc.) no puede ejercerse legítimamente sin un profundo acuerdo entre todas las partes. Por eso nuestro sistema constitucional exige del diálogo igualitario, establece reglas para garantizarlo (i.e., asegurar la presencia de mayorías y minorías), y requiere invalidar cualquier medida que tome el poder de turno, destinado a hacerlo imposible.