La defensa del valor de la moneda como norma constitucional
La irrazonabilidad económica constituye también una irrazonabilidad constitucional. Esta tesis tiene arraigo en el texto mismo de nuestra Ley Fundamental. Una política (o la ausencia de ella) que destruya o ponga en peligro aquellos bienes económicos resultaría contraria a la Constitución. Eso no significa que la Constitución ni la jurisprudencia de la Corte adopten rígidamente doctrinas de escuelas de política económica, pero sí que se preserven los derechos fundamentales establecidos por la Constitución misma, asunto que no puede quedar exclusivamente en el dominio de un sector o ideología política del Poder Ejecutivo.
La inflación, veneno que destruye la propiedad, debe ser combatida con eficacia no solo política, sino también constitucional. La inflación o la pérdida del valor de la moneda es inconstitucional cuando arruina la sustancia de la propiedad. La Corte ha establecido criterios acerca de las normas confiscatorias. Y la política que puede conducir a la hiperinflación tiene carácter indudablemente confiscatorio. Ello no puede conducir al gobierno de los jueces, sino a la originaria protección judicial de la propiedad.
Las grandes mayorías respaldan la política antiinflacionaria como un modo elemental de autoprotección democrática. Descuidar el mal inflacionario conduce al desgobierno, que, en ciertas circunstancias, torna imposible la defensa de los derechos más elementales. La gente (incluyo a aquellas grandes mayorías) entiende muy bien esto. La preservación del valor de la moneda es un derecho común a la democracia y no la exacción injusta por medidas de gobierno que palmariamente la desconocen, o aun la persiguen, con fines partidarios o de abierta o solapada corrupción. Por cierto, subir los precios para beneficiar a algunos y al gobierno mismo puede constituir un grave delito.
La tesis aquí defendida, sin pretensiones de originalidad, es que la inflación expropiatoria es inconstitucional. Y el gobierno que no planifica siquiera su mitigación incurre en grave mal desempeño. Este mal debe ser acreditado y no ser materia de pura afirmación dogmática, como ha sucedido ya con conocidos juicios políticos. El mal gobierno se paga con su pérdida.
Todos los países establecen políticas y planes consecuentes contra la inflación. El problema es universal. Pero cuando su magnitud alcanza porcentajes severamente elevados, como los que tiene la nuestra, se impone por razones constitucionales un plan de lucha. Es claro que la inflación afecta al valor de la moneda que el Estado, en sus tres poderes donde los hay, debe rigurosamente combatir, pues es obvio que destruye la propiedad, la inversión, el trabajo, la seguridad social y económica en general. Se hace así de grave dificultad la defensa del valor de las prestaciones no dinerarias, lo que se traduce en una severa injusticia distributiva y conmutativa a la vez.
Consiguientemente, todo el sistema jurídico y político ha de reaccionar contra ese grave daño económico, pues la Constitución misma manda defender el valor de la moneda. Su devaluación es el modo más general de confiscación, aumento del déficit, generación de deuda interna y externa y pérdida del crédito del país. Como se advierte, los países luchan por erradicar ese mal económico que se traduce en perjuicio generalizado del crédito interno e internacional.
En ocasiones la Corte se ha empeñado en la defensa del crédito aun por el discutible y hasta pernicioso camino de la indexación, mitigando las pérdidas del acreedor, pero agravando otras prestaciones y la devaluación general. A tales daños se hubiese llegado también ante la irrazonable convertibilidad sobreviniente con equilibrio de moneda nacional y convertible. Pero cuando la moneda extranjera más fuerte no se depreciaba al ritmo de la nacional por nuestros déficits cubiertos con emisión, se producía entonces, como ahora, una carencia de la moneda extranjera de conversión. Por consiguiente, mantener la convertibilidad hubiese significado, en esas circunstancias, una inflación incontrolable, según nuestro voto en el caso Bustos del 26 de octubre de 2004 (fallos 327:4495).
En suma, la razonable estabilidad monetaria es un derecho humano fundamental, particularmente para aquellos sujetos a un ingreso que deben consumir y que no tienen capacidad de protección refugiándose en monedas extranjeras u otros objetos de valor de fácil intercambio. No hay crecimiento económico sin justa estabilidad monetaria, ni inversión ni poblamiento. Y menos aún es posible promover políticas diferenciadas para equilibrar el desigual desarrollo. ¿Cómo pueden cumplirse aquellas políticas si no hay política? Salvo la política de liberación judicial de la corrupción, que es la antítesis de todas las buenas.
A esos fines debe dedicarse la labor del Senado, pues recuérdese bien que para estas iniciativas el Senado será Cámara de origen (inciso 19 del artículo 75 C.N.). Sin moneda perecerán los valores democráticos y todo lo demás que enuncia prescriptivamente aquel inciso 19, que bien puede valer como un conjunto de políticas constitucionalmente aprobadas. Sería gravemente inconstitucional no emprender siquiera una sola de ellas. Y esperemos que por tales omisiones no se juzgue mal desempeño de los señores senadores o los que injurian a los jueces.
Cumplan más bien con el inciso 19, cuyo estudio no puede hacerse aquí ni someramente. Pongan a todos los empleados, también los recientemente designados, a trabajar, previa lectura y estudio de los fines apuntados por el recordado inciso, particularmente dirigido al Senado. Se me dispensará concluir con una cita de mi voto en Bustos: “La inflación es el sucedáneo de la insolvencia estatal” (página 4560). He releído cuidadosamente mi voto y pienso, después de tanto dolor, que en él he hecho un servicio a la Patria.
Expresidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación