La defensa del liberalismo frente a libertarios y anarcocapitalistas
La Argentina liberal construyó una nación próspera y con movilidad social; debemos volver a sus fuentes
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El liberalismo es la doctrina filosófica, política y ética que alumbró el mundo moderno. Sus principios y valores desterraron los absolutismos y toda forma de colectivismo de izquierda y derecha y fueron la cuna de los derechos humanos y la libertad individual. Su evolución posibilitó la república y, más tarde, la democracia liberal. En las naciones donde prevaleció produjo una prodigiosa era de progreso y libertad, cuyos logros están a la vista.
Sin embargo, en el siglo XX el liberalismo afrontó el desafío de compatibilizar su doctrina con el rol creciente del Estado. Durante el período anterior, fue enteramente compatible con el Estado porque cumplió a la perfección uno de sus objetivos básicos: limitar el poder del Estado sobre los individuos. A partir de la Segunda Guerra Mundial, tuvo la capacidad de adaptarse y de su seno nació el Estado benefactor, origen del período de mayor prosperidad que ha conocido la humanidad. La utopía liberal que soñaron Locke, Adam Smith, Hume, Kant, Constant, Jefferson, John Stuart Mill, Alberdi, entre otros, se había cumplido. Por eso, se debe afirmar que el liberalismo clásico acepta la existencia de un Estado que perciba impuestos que le permitan redistribuir recursos para cubrir funciones que la sociedad civil no puede desarrollar por sí sola. Hayek, uno de sus más lúcidos defensores, cuestiona el concepto de Estado mínimo que se limita a hacer cumplir la ley y escribe: “Lejos de preconizar tal modelo de ‘gobierno mínimo’, el autor de estas líneas considera fuera de toda duda que, en una sociedad avanzada, el Estado debe poder hacer uso de sus facultades recaudatorias para proporcionar ciertos servicios que el mercado no puede en absoluto –o por lo menos de manera suficiente– ofrecer”.
Sin embargo, el peso adquirido por el Estado llevó a una creciente hipertrofia de sus funciones y a la absorción de inmensos recursos de la sociedad civil. Ante ese escenario, nacieron corpus teóricos que atacaron la existencia de ese Estado desbordado de impuestos: se denominaron libertarios o minarquistas.
Robert Nozick (1938-2002) escribió una obra clásica de esa corriente de pensamiento, Anarquía, Estado y utopía. En sus dos primeras partes, Nozick presenta su concepción del Estado mínimo, que resume en dos frases: “El Estado mínimo es el Estado más extenso que se puede justificar. Cualquier Estado más extenso viola los derechos de las personas”. Mediante una argumentación no contractualista, Nozick postula el Estado mínimo, cuyas únicas funciones son brindar protección y justicia a los individuos y garantizar la propiedad privada. A diferencia del Estado liberal, Nozick no acepta que se puedan imponer tributos a los individuos para ser redistribuidos. Todas las funciones básicas de educación, salud, acción social, etc., no son asumidas por el Estado y quedan a cargo de los ciudadanos y de las instituciones civiles que creen voluntariamente.
En la tercera parte del libro, “Utopía”, a partir de su Estado mínimo, Nozick presenta un modelo ideal de sociedad, en el cual las personas humanas son libres de imaginar su mejor comunidad posible. Estas comunidades se crean sin restricciones de número, pues todos las personas tienen el derecho de imaginar su propia comunidad ideal. Las personas deciden libremente abandonarlas o permanecer en su ámbito. ¿Cuál es el elemento diferencial entre el Estado mínimo clásico y una comunidad libertaria? La posibilidad de adherir voluntariamente.
Aun cuando el Estado mínimo libertario parecería haber reducido al mínimo sus funciones, todavía surgirá otra teoría que directamente atacará la existencia del Estado: el anarcocapitalismo. Precedido en el siglo XIX por Lysander Spooner, su abanderado fue Murray Rothbard (1926-1995), economista estadounidense que, al igual que Hayek, formó parte de la escuela austríaca de economía, de la que se fue diferenciando. Escribe Rothbard en La ética de la libertad: “A lo largo de la historia, grupos de hombres que se dan a sí mismos el nombre de ‘el gobierno’ o ‘el Estado’ han intentado –generalmente con éxito– hacerse con el monopolio coactivo de los tableros de mando de la economía y la sociedad”, que incluyen todas las funciones de un Estado moderno. Ello ha sido posible por el monopolio del poder más trascendental: “El de extraer las rentas de los ciudadanos mediante coacción”. Acto seguido presenta su posición sin eufemismos: “Solo el Estado consigue sus ingresos mediante coacción, amenazando con graves castigos a quienes se nieguen a entregarle su parte. A esta coacción se la llama impuestos”. Y agrega: “Si, pues, los impuestos son obligatorios, forzosos y coactivos y, por consiguiente, no se distinguen del robo, se sigue que el Estado, que subsiste gracias a ellos, es una organización criminal, mucho más formidable y con mucho mejores resultados que ninguna mafia ‘privada’ de la historia”. La conclusión inevitable de esta tesis es que el Estado no debe existir. Así, desaparece toda noción de derecho público y el poder político se retrotrae a una red de contratos y asociaciones privadas voluntarias. Cada persona obtendría bienes y servicios de acuerdo con contratos celebrados en un mercado libre sin interferencias de terceros y, según Rothbard, esta deriva de relaciones económicas privadas generaría más riqueza que el liberalismo clásico. Esta tesis es indemostrable. Por eso, se ha señalado con acierto que la utopía anarcocapitalista es más bien una distopía cuyo desarrollo conduciría a un sistema feudal de vasallos que ceden partes de sus derechos a un señor a cambio de protección.
No corresponde llamar doctrinas liberales a aquellas que niegan el derecho público, ejercido de modo imparcial para el bien común, y solo avalan relaciones nacidas del derecho privado.
El liberalismo fue y es una doctrina teórica que produjo una revolución de bienestar y libertad, es decir, que supo conjugar la protección de la libertad individual con un Estado que crea el ámbito para que los individuos se desarrollen según su propia concepción de la felicidad. Por su parte, los libertarios creen que el Estado moderno avanzó demasiado sobre los derechos de los individuos y, al denunciar esta forma de coacción, persiguen la utopía de un Estado mínimo que abandona todas sus funciones redistributivas, las malas pero también las buenas. Finalmente, el anarcocapitalismo apoya una concepción puramente privada, sin Estado, imposible de llevar adelante en la sociedad actual y que, aun si lo fuera, no conduciría a una utopía de libertad, sino a un mundo de grupos aislados donde a la postre los más fuertes impondrían su dominio sobre los más débiles. Retornaríamos al estado de naturaleza que imaginó Hobbes, donde el hombre es lobo del hombre, es decir, a una etapa preliberal del pensamiento político.
El liberalismo fue capaz de pasar de la teoría a la práctica y generar un mundo de libertad y riqueza innegables. Contrario sensu, el minarquismo y el anarcocapitalismo son teorías de aplicación imposible, útiles para combatir discursivamente los excesos del Estado moderno, pero no para construir una sociedad mejor. Es cierto que en nuestro país el Estado ha sobrepasado groseramente las funciones clásicas de un Estado de bienestar, pero el remedio para llevarlo a su auténtico rol no es proponer limitarlo a proteger a los ciudadanos o su destrucción, sino depurarlo, de común acuerdo con la sociedad civil, de una burocracia colosal e improductiva, de sus prácticas corruptas, de una maraña de subsidios a actividades no prioritarias dada la situación de pobreza de la población, de un sesgo clientelista que agobia a quienes producen con una carga impositiva injustificable, y reivindicar, eso sí, que el mercado es la mejor solución conocida para el crecimiento de la economía en un marco regulatorio y de respeto a la propiedad y los contratos que incentive las inversiones a largo plazo. La Argentina liberal construyó una nación próspera y con movilidad social. Debemos volver a sus fuentes.