La decisión de la Corte se apoya en los principios constitucionales
El Congreso no previó un régimen para que la ley penal más benigna no se aplique en delitos de lesa humanidad
En el caso “Luis Muiña”, la Corte Suprema se ha expresado con dos pronunciamientos: uno de ellos por la mayoría integrada por los jueces Highton, Rosenkrantz y Rosatti, y otro por minoría, que suscriben los magistrados Lorenzetti y Maqueda.
Como los hechos son tristemente conocidos y se trata de una causa penal que envuelve delitos de “lesa humanidad”, la diferencia entre ambas posturas de los jueces surge a la vista. El voto mayoritario que se impuso sigue una línea de fundamentación básicamente apoyada en un razonamiento de orden constitucional, mientras que los votos minoritarios (con fundamentos afines, pero separados entre los dos jueces disidentes) se basan en argumentos de índole procesalista, con abundantes remisiones a fallos de la Corte Interamericana y, también, de otros tribunales internacionales de raigambre europea.
Sin embargo, puede decirse que el voto mayoritario se apoya en los principios constitucionales y las normas legales que nos rigen. Esencialmente, parte del artículo 2 del Código Penal, que establece el beneficio de la aplicación de la ley penal más benigna cuando se está ante un caso de modificaciones en la legislación penal aplicable y el procedimiento a seguir.
Ese Código es aplicable a todos los delitos, sin distinción alguna, y su vigencia corresponde “siempre” . Por lo tanto, los tribunales no pueden negar a algunos lo que debe otorgarse a todos. Vale recordar que hasta con los delitos de narcotráfico se ha procedido de igual manera.
Los principios constitucionales en juego son varios: el de legalidad (artículo 18 de la Constitución), del que se desprende la regla de la tipicidad; el principio de la separación de poderes, y la regla de la imparcialidad en los juzgamientos (principio de la igualdad ante la ley, artículo 16 de la Constitución), entre otros. Como las leyes aplicables en lo que comúnmente se llama “el dos por uno”, resulta obvio que esas normas son parejas para todos, por cuanto no se hace excepción respecto de los delitos. Por ende, si el legislador no previó un régimen diferenciado que excluyera de la aplicación de la ley penal más benigna a los delitos de “lesa humanidad”, ahora no lo puede hacer la Corte, pues así se convertiría en legislador, y violaría el aludido principio constitucional de la división de poderes. La salida de este embrollo es confusa o parece inequitativa, pero la responsabilidad fue del Congreso, que no actúa a su debido tiempo para evitar las consecuencias.
Del mismo modo lo entiende hoy el Estatuto de Roma, constitutivo de la Corte Penal Internacional de La Haya, tribunal permanente para juzgar los más graves delitos y crímenes contra la humanidad, al que la Argentina ha adherido por la ley 26.200, que incorpora el principio de la ley penal más benigna. Así lo está aplicando ese tribunal.
En uno de los votos mayoritarios se enfatiza la defensa del Estado de Derecho, que “no es aquel que combate a la barbarie apartándose del ordenamiento jurídico, sino respetando los derechos y garantías que han sido establecidos para todos, aun para los condenados por delitos aberrantes”.
Los votos de los jueces disidentes ponen en duda cuál es el alcance de la “ley penal más benigna” (pues fueron dos leyes sucesivas las referidas al “dos por uno”) y se preguntan si la ley posterior al hecho es la expresión de “un cambio en la valoración de la clase de delito correspondiente a los hechos de la causa”. Estos jueces se remiten a anteriores fallos de la Corte, con otra composición de miembros contrarios a cualquier apertura hacia amnistías, indultos o prescripción de causas en delitos que fueran tipificados como de esa gravedad.
En rigor, la decisión mayoritaria de la Corte se ajusta a los preceptos normativos vigentes y respeta a rajatabla la doctrina ya sostenida reiteradamente por la Corte Suprema y por los pactos y tratados internacionales que incorporó el artículo 75 inciso 22 de la Constitución, en virtud de los cuales el principio de la aplicación en todos los casos de la ley penal más benigna tiene no sólo categoría constitucional, sino que es también un principio de rango supraestatal.
Muchos sostendrán que el tema en cuestión es opinable, por lo cual se abrirá un debate en el que presuntamente cabrá esperar que se mezclen las apreciaciones jurídicas con los válidos sentimientos personales y con criterios morales, políticos o ideológicos. Pero eso es harina de otro costal, pues resulta categórico el artículo 27 de la Constitución, que sostiene que todos los compromisos que celebre la república deben estar “en conformidad con los principios del derecho público establecidos en esta Constitución”.
No hace a la buena salud del sistema que ante una sentencia “definitiva” del más alto tribunal se emitan críticas por parte de jerarquías ejecutivas –sean nacionales o provinciales– que contravienen el espíritu y la razón que animan al artículo 109 de nuestra Constitución, cuando dispone: “En ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de las causas pendientes o restablecer las fenecidas”. Y esto vale para que también lo sepan quienes ignoran la filosofía que nutre a la Ley Suprema (desde 1812, en la Constitución de Cádiz).
La Corte Suprema es la cabeza visible del Poder Judicial, intérprete final de la Constitución y tribunal de los derechos y garantías. Por lo tanto, como uno de los tres poderes del Estado, sus fallos deben ser acatados. Y con mayor razón aun cuando la desidia legislativa obligó a la Corte a tener que aplicar la “ultraactividad” de la ley más benigna en todas las causas penales.
¿Qué pasará de ahora en más con la “ley correctiva” o “aclaratoria” que viene a “enmendarle la plana” al fallo mayoritario? Es una norma “para salir del paso”, pues tuvieron bastante tiempo las comisiones penales del Congreso para expedirse sobre excepciones al artículo 2 del Código (¡el error fue, pues, del Poder Legislativo y no de la Corte Suprema!).
Con una ley de apuro se da aquello de que “es peor la enmienda que el soneto”, toda vez que en medio de la agitación producida en la opinión pública se consuma un caso de “entuerto” (agravio que se hace a alguien, según el Diccionario de la Real Academia), en perjuicio de jueces que no merecen ese maltrato. Y se está “parcheando” a la Corte (manoseo) con denuncias de prevaricato, sin que medie dolo específico en ninguno de los fundamentos de la mayoría. Así, el fiscal incurre en un “desaguisado”, o sea, en una acción descomedida e inconveniente para el prestigio del cuerpo.
En resumidas cuentas: siguen las desprolijidades en los quehaceres de “las altas esferas”, habida cuenta de que el remedio tardío es un remiendo de corta entidad que se hace con la pretendida reparación de un descalabro. Es decir, emparchando con una solución provisional que desdice a lo principal. A la larga, algo muy poco satisfactorio. ß
Ex ministro de Justicia de la Nación