La decadencia de nuestro federalismo
Muchos de los conflictos que se viven en nuestros días pueden rastrearse en épocas más lejanas. Desde hace mucho, sucesivos gobiernos han centralizado en la Nación la percepción de los ingresos fiscales, lo que ha llevado a la desnaturalización de nuestro régimen federal. También, con bastante frecuencia se han apropiado de recursos de los contribuyentes sin recabar su consentimiento (el de sus representes en el Congreso). Todo esto ha tenido consecuencias negativas expresadas en la crisis del sistema representativo, una grave y persistente inflación y un federalismo en crisis.
Estos conflictos tienen su origen en variadas causas. En un país en el que coexisten regiones heterogéneas, los intereses de sus pobladores no son los mismos. En estos casos, un régimen federal en el que los ciudadanos de las provincias deciden qué impuestos deben pagar por la provisión de bienes comunes tiene mayor legitimidad que otro centralizado, donde esa decisión se toma en centros alejados. Pero este último es el que en la práctica ha prevalecido en el país, a pesar de que todos se pronuncian a favor del federalismo.
Por otro lado, la tendencia de los Poderes Ejecutivos de gravar a los ciudadanos sin apelar a su consentimiento resulta de una particular visión de algunos gobernantes sobre el Estado y el poder, que no es la que establece la Constitución. La concepción que se tenga del régimen político determina en quién reside la facultad de gravar. La idea de que la tiene el gobernante choca con el principio de representación esencial al sistema democrático, pero se lo ha justificado generalmente por los supuestos beneficios que sus medidas dejarían.
La coexistencia de regiones heterogéneas tuvo su origen en el diseño que hizo la corona española del Virreinato del Río de la Plata, forzada por la necesidad de extraer plata en la minas del altiplano boliviano. Así, se definieron dos regiones: una, el país viejo -todo el Norte, desde Córdoba-, que vivía del comercio con las minas, y la otra, el hinterland de los puertos de Buenos Aires y Montevideo, en la que la actividad ganadera fue cobrando importancia a partir del siglo XVIII. Las diferencias entre el interior y el litoral fueron una constante en la historia de la Argentina. En tiempos coloniales, la integración política fue posible mientras la minería cubría las necesidades del gobierno virreinal en Buenos Aires y la monarquía pagaba una burocracia colonial que mantenía un firme control del territorio. Pero eso terminó cuando, tras la Independencia, se perdió Bolivia y con ella los ingresos de la plata; el nuevo Estado mantuvo sólo los de la única aduana de ultramar, que quedó en el estuario del Plata.
Buenos Aires, la cabeza del antiguo virreinato, reclamó y aseguró durante medio siglo para sí los ingresos de la aduana, aunque eso fue disputado por las provincias del interior, que quedaron sólo con los pobrísimos recursos de las aduanas interiores, lo que dio lugar a décadas de guerras civiles y atraso económico. Con un muy estrecho mercado doméstico, la recaudación de la aduana fue la casi única fuente de impuestos y por ella lucharon el interior y Buenos Aires durante ese medio siglo. Recién a mitad del siglo XIX, gracias a los avances tecnológicos (el barco de vapor y el ferrocarril, que acercaron la producción argentina a Europa, y el interior al puerto) creció la economía, y las exportaciones pagaron la construcción de una inmensa red ferroviaria que terminó con la tiranía de la distancia y que unió al país.
Se dispuso en la Constitución Nacional de 1853 que la Aduana de Buenos Aires pasara a la Nación, que así tuvo recursos efectivos, y se suprimieron las aduanas interiores. El enorme progreso dio estabilidad al acuerdo logrado entre la Nación y las provincias sobre la distribución de los recursos fiscales. Pero las diferencias regionales subsistieron.
La crisis mundial de 1930, con la caída del comercio exterior, hizo imposible continuar financiando al Estado con los impuestos a la importación. Aunque existieron intentos por obtener una solución de largo plazo, los gobiernos casi siempre apelaron a medidas de emergencia para obtener ingresos alternativos, sin que se diseñara un régimen fiscal consensuado que posibilitara finanzas estables. En general, las medidas producto de la emergencia representaron una mayor centralización en la apropiación de los recursos y la apelación a la emisión, lo que después de la Segunda Guerra Mundial generó una persistente y cada vez más elevada inflación.
Se había roto el acuerdo político y fiscal que había consagrado la Constitución. En la práctica fiscal, había avanzado un fuerte centralismo. Pero, a la vez, avanzaba el Poder Ejecutivo sobre facultades legislativas, al realizar gastos más allá de lo que obtenía de los impuestos. Así, el federalismo comenzó a perder su base fiscal de sustento y las provincias quedaron a merced del gobierno central. Estos conflictos de las provincias con el Estado central por los impuestos perduraron hasta nuestros días. A partir de entonces, el Ejecutivo actuó muchas veces sin atender al Congreso, y provocó una crisis de legitimidad que se reflejó en una crónica inestabilidad política.
Ese avance responde a varias razones. En primer lugar, la crisis generalizó otras nociones sobre el Estado y la soberanía. Cuando existe una emergencia, los ciudadanos están más dispuestos a renunciar a sus derechos. Por otro lado, esa apropiación de facultades propia de gobiernos centralizadores, que se remonta al Virreinato y que la Constitución, según Alberdi, buscó cambiar, resurgió en los años 20 y 30 del siglo XX, con la difusión que alcanzaron las corrientes autoritarias y totalitarias europeas que incidieron y perduraron en la cultura política argentina.
La concepción de que sólo los representantes de los ciudadanos pueden votar los impuestos en el Congreso se origina en una teoría contractualista: la soberanía reside en los ciudadanos, y éstos delegan en sus representantes determinadas facultades. Por eso, en la Constitución y aun en la reforma de 1994, está explícitamente prohibido que el Ejecutivo disponga gravámenes. Eso no ha sido respetado en la mayor parte de las administraciones desde 1930. Lo que subyace es otra concepción del poder en la que la soberanía reside en el Estado y no en los ciudadanos. El voto sirve para ungir a un líder que interpretará la voluntad de la masa y que no tiene los límites de la división de poderes. La noción bonapartista del poder cedido por el pueblo al líder fue justificada en el supuesto de que actúa en beneficio de su pueblo.
Esa tradición, que se nutre de la concepción de la soberanía del tardío imperio romano que recrearon las monarquías absolutistas en Europa, fue trasmitida por el régimen colonial español. En la metrópoli, la monarquía constitucional llegaría recién bien avanzado el siglo XIX. La Argentina surgió en medio de los cruces de estas dos tradiciones, a las que la Constitución de 1853 quiso poner fin al establecer un régimen representativo de división de poderes y federal. De hecho, no siempre lo logró.
© La Nacion
El autor es profesor de la Universidad de San Andrés. Acaba de publicar Poder, Estado y política. Impuestos y sociedad en la Argentina y en Estados Unidos (Edhasa).