La decadencia argentina, ante una economía global en plena recuperación
¿Está el país en condiciones de aprovechar la oportunidad que se abrirá en la próxima década? ¿Podremos ordenar nuestras prioridades para integrarnos al sistema internacional?
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La política ofrece imágenes que, aunque grotescas, sintetizan coyunturas complejas e inciertas: Martín Guzmán, considerado por el establishment local lo más (¿único?) rescatable de un gabinete mediocre y desgastado, se involucra en una discusión teórica y anacrónica con su par brasileño, Paulo Guedes, en la que defiende a ultranza y con argumentos endebles el proteccionismo en un contexto en el que la mayoría de los integrantes del Mercosur, excluyendo a la Argentina, pretende reducir el arancel común para promover una integración comercial más agresiva y eficaz. Hace tres décadas, en los albores de esa inconclusa experiencia de cooperación regional, era Brasil el que se resistía al libre comercio. Los roles se invirtieron, con la diferencia de que tanto Uruguay como Paraguay tienen ahora un peso relativo mayor. La Argentina perdió influencia mientras los socios más pequeños consolidaron un modelo de desarrollo exportador que produce una sana envidia (sobre todo, por la estabilidad macroeconómica que alcanzaron). Ese éxito se explica en parte por la inversión y el esfuerzo de muchos argentinos que, desalentados por el clima de negocios local, incluyendo una pléyade de trabas y regulaciones absurdas y una carga fiscal exorbitante, prefirieron apostar por esos países (mucho antes de la reciente y sin precedente diáspora de familias y emprendedores).
Los principales bancos de inversión del mundo estiman que durante la próxima década, como hace un siglo luego de la última pandemia (la gripe española), la economía mundial vivirá un boom extraordinario. La recesión de 2020 ha dejado una capacidad instalada ociosa y decisiones de consumo e inversión postergadas hasta que aclare el panorama, por lo cual se incrementó el ahorro disponible para financiar la expansión. A esto se le suma la política monetaria sumamente laxa por parte de los principales bancos centrales del mundo, sin que por ahora se registren riesgos concretos de inflación. A esto se agrega el impulso fiscal con el que muchos gobiernos, como los de EE.UU. e Italia, acelerarán la recuperación. Otro de los vectores de crecimiento es la revolución digital, que se profundizará en el corto plazo de la mano del 5G, las nuevas computadoras cuánticas y la automatización de procesos. Finalmente, la lucha contra el cambio climático y el nuevo papel de la salud dentro de la agenda de los ciudadanos (uno de los legados más importantes que dejará la pandemia) generarán proyectos que demandarán fuerza de trabajo muy capacitada. ¿Está la Argentina en condiciones de aprovechar esta impresionante oportunidad? ¿Podremos ordenar y consensuar nuestras prioridades para integrarnos de manera inteligente y pragmática al sistema internacional? ¿O, como viene ocurriendo sistemáticamente hace más de medio siglo, continuaremos con riñas sin sentido, profundizando esta insoportable decadencia? Vaya paradoja: justo cuando parece ponerse nuevamente de moda el paradigma del “big government”, un país superestatista como la Argentina carece de los recursos, las posibilidades, el crédito y el gerenciamiento para emular a quienes hasta hace poco alentaban el modelo neoconservador.
De esta nueva ola de prosperidad saldrán beneficiados aquellos países que mejor se preparen para la economía del conocimiento, que en buena medida implica invertir en capital humano. En este contexto, como argumentó recientemente Gabriel Sánchez Zinny, el debate en nuestro entorno no puede de ningún modo limitarse a la cuestión de la presencialidad. Si bien han surgido en todo el mundo argumentos a favor de modelos híbridos, que incluyen la virtualidad como parte de las nuevas prácticas, el foco debe también estar centrado en la calidad de la enseñanza, la formación y compensación para los maestros y el personal no docente, la infraestructura física y la necesidad de programas de formación que acompañen la cada vez más larga vida laboral de nuestros ciudadanos en un entorno de negocios que seguirá cambiando a un ritmo vertiginoso. La nueva oferta educativa debe comenzar mucho antes que el jardín de infantes y no terminar nunca: estamos obligados a reinventarnos permanentemente para seguir siendo competitivos.
Tenemos también mucho que rescatar de aquel genial debate entre Sarmiento y Alberdi: no cabe duda de que con casi la mitad de nuestra población viviendo debajo de la línea de pobreza (antes de que la próxima corrección cambiaria arruine aún más las cosas), con la mayoría de nuestros niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad, formar ciudadanos y agentes económicos representa las dos caras de una misma moneda. Fomentar valores como la autonomía, la capacidad de interrelacionarse en entornos étnicos y culturales diversos y el pensamiento crítico también constituyen elementos medulares.
Otra cuestión que debe mejorarse es la vinculación entre los establecimientos educativos y la sociedad, sobre todo el mundo de la producción y el trabajo, incluyendo sobre todo la universidad. Algunos especialistas sugieren que el sector privado debería comprometerse de una forma mucho más activa, tanto en los establecimientos de gestión estatal como en los privados. Otros plantean la necesidad de revisar los órganos de gobierno de nuestras universidades, que aún preservan los esquemas tripartitos (estudiantes, docentes y graduados) y hasta cuatripartitos (incorporando al personal no docente), en parte derivados de la centenaria tradición reformista: los enormes desafíos que tenemos por delante requieren mecanismos más dinámicos, flexibles y transparentes. Del mismo modo, habrá que volver a cuestionarse los formatos de financiamiento para sostener la formación superior. Hoy existen alternativas, como las carreras de posgrado rentadas –que mejoran los magros salarios docentes y no docentes de esas disciplinas–, pero estamos ante una excelente chance para evaluar fuentes alternativas y complementarias, incluyendo a las provincias como actores relevantes: hasta ahora solo se ocupan de los niveles primario y secundario.
En 1953, abrió sus puertas la Universidad Obrera Nacional (UON, hoy UTN, Universidad Tecnológica Nacional), con el objetivo de formar personal técnico capacitado de acuerdo con lo que demandaban las industrias del momento. Hace 50 años, la ley Taquini, curiosamente reglamentada por un gobierno de facto como el de Alejandro A. Lanusse, democratizó el acceso a la educación superior con la creación de 13 nuevas casas de altos estudios en todo el país, sobre todo en el interior. Sin duda fue un hito gracias al cual muchos argentinos han obtenido su título universitario. Hoy es necesario un nuevo salto que combine aquella fuerza integradora de la UTN y el poder democratizador de la ley Taquini: necesitamos que el conocimiento llegue a las poblaciones más vulnerables, no en los discursos huecos de la politiquería vernácula, sino con acciones concretas que amplíen las oportunidades de formación. Por supuesto que es más necesario que nunca formar líderes muy calificados tanto para el sector público como el privado. Pero tal vez llegó la hora de reproducir y escalar experiencias exitosas como Digital House (www.digitalhouse.com) y de adaptar el modelo norteamericano de los community colleges. Tantos jóvenes que no terminan el secundario obligarán a flexibilizar los criterios de admisión y hasta a personalizar los programas en función tanto de las capacidades adquiridas como de los intereses y proyectos que tengan los alumnos.