La debilidad del Estado y la lógica de la violencia política en la Argentina
Una sensación rotunda de impunidad, redes mafiosas incrustadas en las estructuras de poder y hechos tan aberrantes que parecen extraídos de una película macabra. Una trilogía que surge en carne viva en los hechos recientes del Chaco, pero que también hemos visto en la Jujuy de Milagro Sala o con el crimen de María Soledad Morales en Catamarca hace ya más de tres décadas. En todos los casos, es resultado de un peculiar sistema de poder. Algunos lo confunden con el feudalismo (una formación precapitalista basada en relaciones de vasallaje y en el que la religión juega un papel central), pero se trata en rigor de regímenes neopatrimonialistas, que conviven con sistemas republicanos, pero que en la práctica se caracterizan por un manejo personalista y discrecional de fondos públicos, el establecimiento de redes clientelares y el manoseo permanente de las reglas de juego político para perpetuar y proteger a las elites enquistadas en el poder. Favorecen a empresas o grupos económicos con contratos, subsidios y ventajas regulatorias e impositivas, haciendo desaparecer la línea divisoria entre hacienda pública y finanzas personales o familiares. Esto se complementa con el nepotismo y el amiguismo, mecanismos de adscripción basados en la confianza que desplazan a los criterios de idoneidad, integridad y profesionalismo que deberían imperar en la administración pública.
El neopatrimonialismo puede ser funcional a las ideologías más diversas, incluido el populismo intervencionista que suele consagrar una narrativa hiperestatista y recelosa del sector privado, al tiempo que implica un debilitamiento de la capacidad efectiva del Estado, capturado por intereses privados ligados a los estratos gobernantes. En algunos casos, ese retiro o fracaso del Estado en hacer cumplir la ley conforma el ecosistema ideal para que surjan y se afiancen desde grupos delictivos hasta terminales de sofisticados entramados de crimen organizado de naturaleza regional y hasta global. Se verifica de este modo una máxima que comprobamos en buena parte de nuestro territorio: cuando desaparece el Estado, se expanden las mafias, en especial las vinculadas al narcotráfico. Florecen agrupaciones especializadas en extraer recursos económicos tanto a nivel nacional como provincial o municipal, lideradas por personajes que se instalan en los círculos de poder y se insertan como candidatos o funcionarios. Muchas nacen como movimientos sociales o grupos piqueteros, pero con el paso del tiempo se consolidan como apéndices o satélites de los mecanismos neopatrimonialistas, con los que establecen una relación simbiótica que puede derivar en situaciones de extorsión. En el pasado convivimos con grupos similares de origen sindical. Y también padecemos la patria barrabrava, con sus oscuras y viciosas relaciones con la política. Se trata de manifestaciones del mismo fenómeno. La falta de desarrollo institucional formal, complementada con una economía de mercado vibrante fundamentada en derechos de propiedad claramente definidos, genera el caldo de cultivo para que broten y echen raíces redes informales que limitan el Estado de Derecho y se benefician de su capacidad de obtener rentas e impunidad.
Los episodios vividos en Jujuy durante los últimos días constituyen una demostración fehaciente de esta debilidad, fundamentalmente por la ausencia de fuerzas federales. Los Estados modernos deben garantizar el monopolio de la violencia legítima y la capacidad para prevenir y disuadir el accionar de grupos o individuos que alteren el orden público, aunque se disfracen o mezclen con ciudadanos comunes que buscan expresar pacíficamente su disidencia en el marco de un sistema democrático que consagra el derecho a la protesta. El uso de la fuerza para garantizar la seguridad del patrimonio y el control del espacio público constituye un recurso inevitable, siempre que no se vulneren las reglas ni los protocolos del caso. “Autoridad” no es lo mismo que “autoritarismo”. Es natural que una sociedad que vivió una experiencia tan traumática como los eventos horrorosos de violencia política y violaciones masivas de los derechos humanos, sobre todo pero no únicamente durante la última dictadura militar, tenga una sensibilidad especial con estas cuestiones. Pero a punto de cumplir cuatro décadas ininterrumpidas de democracia, llama la atención la incapacidad del Estado para brindar un bien público fundamental como es la seguridad. ¿Tenemos la infraestructura institucional, el capital humano, los bienes económicos y los incentivos correctos para garantizar la paz interior, proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad?
Los acontecimientos de Jujuy permiten ratificar una vez más que en nuestro país la violencia política no se explica por la existencia de conflictos étnicos, religiosos, territoriales o culturales, sino que, al menos en estas últimas cuatro décadas, está obscena y a menudo impúdicamente vinculada a grupos o personajes enquistados en el poder que la usan de manera selectiva, puntual y oportunista para lograr objetivos concretos. No se trata de movimientos o expresiones constantes o sistemáticas, sino que, curiosamente, aparecen y desaparecen sin que nunca se esclarezcan del todo su responsabilidad, motivación, organización y financiamiento. Con la excepción de pequeños grupos de autodenominados “mapuches” que reclaman tierras en zonas muy cotizadas o de importancia estratégica (como Bariloche o Vaca Muerta), no existen en nuestro país grupos que desconozcan la autoridad del Estado, el orden jurídico establecido o la legitimidad del sistema político y se organicen para luchar por sus intereses incluyendo métodos violentos, sino que enfrentamos el desafío de pequeñas facciones incitadas por la política, que consideran que estos hechos acotados de violencia podrían aportarles algún tipo de beneficio.
Resulta imperioso considerar el contexto regional y preguntarnos hasta qué punto se trata de hechos aislados o estamos ante la presencia de una lógica de acción colectiva con planificación, coordinación, recursos y objetivos deliberados y que forma parte de una red que opera en distintos países de América Latina para desestabilizar gobiernos democráticos, obstaculizar la implementación de políticas promercado o conspirar contra el orden público y promover crisis de gobernabilidad. Muchos evocaron en estos días los acontecimientos de diciembre de 2017, cuando una lluvia de piedras impidió la sanción de una reforma previsional, con la activa participación de legisladores K y de izquierda. Es fundamental también recordar las revueltas en Santiago de Chile de octubre de 2019, que terminaron con el centro de Santiago vandalizado y subtes y edificios públicos incendiados. Hay numerosa evidencia de que en ellos participaron grupos violentos que llegaron y tuvieron comunicación con el exterior. También debemos considerar lo ocurrido en Perú, durante los acontecimientos que siguieron a la destitución por parte del Congreso de Pedro Castillo, en especial con el intento de Evo Morales de liderar una columna que pretendía ingresar a ese país en apoyo al expresidente. ¿Hubo grupos vinculados a estos hechos de violencia operando en San Salvador de Jujuy? ¿Hay, como afirma el exiliado boliviano Carlos Sánchez Berzaín, una red financiada por el castrochavismo trabajando en la región para erosionar la legitimidad de líderes democráticamente elegidos y la confianza en la economía de mercado? ¿Busca acaso un sector del kirchnerismo ser parte de ese entramado?