La cultura vip en la política y el escondite de las listas sábana
Funciona alrededor del Estado un circuito de favores que se administra con discrecionalidad en beneficio de “los amigos”; una costumbre que se naturalizó y quedó expuesta con el vacunatorio de privilegio
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Hay hechos aparentemente insignificantes, casi miniaturas de la crónica política, que suelen exceder el valor anecdótico para revelarnos, sin querer, una cultura del poder. En estos días hubo por lo menos dos: un intelectual afín al kirchnerismo se habría indignado cuando le negaron alojamiento gratuito en la embajada argentina en Roma. Y una exdiputada nacional que participó de un show televisivo contó, con una mezcla de desparpajo y candidez, cómo llegó a ocupar una banca “sin estar preparada” para esa responsabilidad. Son hechos inconexos que pasan casi inadvertidos en la deriva vertiginosa y dramática de la Argentina. Parecen insignificantes porque tienen que ver con la ética y no con el Código Penal. Pero tal vez expliquen, en alguna medida, lo que nos pasa como sociedad y como país.
El embajador argentino en Roma contó el episodio en las redes sociales: el escritor militante se creyó con derecho a ser alojado, a costa de los contribuyentes, en la confortable residencia diplomática junto a su mujer. La imposibilidad lo indignó, al punto de haber increpado al embajador con altanería y virulencia. El escritor lo negó, aunque la desmentida resultó entre débil y confusa. Lo raro, en todo caso, es que el hecho haya trascendido. Revela algo mucho más frecuente de lo que se cree. Funciona alrededor del Estado un circuito de favores y privilegios que se administra con absoluta discrecionalidad en beneficio de “los amigos”. Es una cultura que se naturalizó y quedó expuesta, en un tema infinitamente más grave, con el funcionamiento del vacunatorio vip.
En un país que ha asistido a hechos de megacorrupción, las infracciones éticas parecen una minucia. No escandalizan ni mueven el amperímetro de la opinión pública. Pero están en la raíz de la degradación argentina. Revelan la relación de la dirigencia con el poder y con la norma, y sobre todo la concepción sobre lo público. Es lo que marca la diferencia entre servir al Estado o servirse del Estado, entre el sentido del deber y el abuso prebendario.
En la serie Borgen, que retrata la intimidad del poder y la política en la cultura escandinava, el uso, por parte del primer ministro, de una tarjeta de crédito oficial para pagar una compra de su esposa provoca un terremoto que sacude los cimientos del gobierno. Acá, en el mejor de los casos, sería una noticia menor. El uso de los bienes del Estado no está subordinado a pautas de transparencia ni a rigurosas rendiciones de cuentas. Lo público y lo privado se mezclan en una zona difusa. Y los bienes y recursos del Estado se suelen utilizar como si fueran propios.
En un contexto dramático en el que estaban en juego la vida y la muerte, el vacunatorio vip expuso esta cultura de la arbitrariedad y el privilegio: una minoría se creía con derecho a un trato preferencial y el poder se arrogaba la prerrogativa de concederlo por afinidad y simpatía. No regían los principios de igualdad ni de ecuanimidad, sino el imperio y la discrecionalidad del funcionario. No había un sistema de reglas, sino un circuito subterráneo de favores. Fue todo tan obsceno que se convirtió en un escándalo. Pero el vacunatorio vip no nació de un repollo. Fue el resultado de una cultura enquistada en el poder.
Aquella vez fue un periodista militante el que reveló el privilegio al que se creía con derecho natural. Lo hizo sin disimulo, porque el circuito vip se asimila a una prerrogativa merecida. En esa cultura del poder, el “amiguismo” y la obsecuencia se pagan con favores. Y ni siquiera se ocultan; se exhiben con arrogancia. “¿Cómo se van a privar de alojarme a mí en la embajada de Roma?”, habrá pensado el escritor, aunque después balbuceó una desmentida. “¿No saben quién soy yo?”, se habrá preguntado ante la señal de reticencia. La vanidad disfraza de merecimientos los réditos de la militancia intelectual.
“No hay que pedir disculpas. Vos sos importante y merecés que la sociedad te proteja”, sentenció el influyente procurador del Tesoro ante el periodista que se había beneficiado del vacunatorio vip. Las sociedades suelen reconocer a sus mejores hombres y mujeres concediéndoles, incluso, un tratamiento preferencial. Pero lo hacen postergando o sacrificando sus propios derechos, no a costa de los demás. Es oportuno recordar la anécdota que contó en estas mismas páginas la escritora Silvia Zimmermann del Castillo. Había acompañado a Borges a renovar el pasaporte: “Al llegar al desangelado recinto donde se hacían los trámites, nos topamos con una larga y lenta fila de personas que esperaban su turno. Tomamos estoicamente nuestro lugar en la cola, con un sentimiento de deber antes que de resignación… Un hombre se acercó: ‘Maestro –le dijo–, permítame cambiar su lugar con el mío, que está más adelante. Para mí será un honor’. Borges tartamudeó al responder: ‘Muchas gracias, señor, pero prefiero seguir en mi lugar’. Y en el colmo del pudor, agregó: ‘Es que si llegué más tarde que usted, es porque soy más perezoso’. Se sucedieron otros ofrecimientos que Borges insistió en declinar. También prefirió quedarse en su lugar cuando lo invitaron a tomar asiento en una oficina contigua”.
Zimmermann del Castillo explica la diferencia: “Borges declinó un privilegio merecido que le dispensaba la sociedad con legitimidad. Otros, en cambio, se arrogan el derecho de ejercer un privilegio concedido entre bambalinas en un flagrante abuso de poder”.
El circuito vip explica, seguramente, la docilidad de muchos artistas e intelectuales que se sienten reconocidos y retribuidos por el poder. En esa piñata hay de todo: desde pasajes, viáticos y alojamientos solventados por el Estado hasta negocios de mayor envergadura: contratos y conchabos, pauta publicitaria, incorporación de libros a la currícula oficial de lecturas obligatorias en escuelas y universidades, por mencionar solo algunas contraprestaciones habituales que Borges hubiera rechazado con ironía magistral.
Con la misma lógica de la prebenda y la apropiación razonó el exintendente de Moreno. “Cuando le ofrecieron poner una diputada, dijo: ‘¿Qué mejor que mi mujer?’. Yo le dije que no estaba preparada, pero bueno… fui diputada nacional”. Ella misma lo contó en televisión, ahora como participante del reality Gran Hermano.
“Poner una diputada” se presenta como un derecho del “cacique” municipal o provincial. Ubicar a la mujer parece un código naturalizado. Nadie se escandaliza. Proponer a alguien que confiesa su falta de preparación es un beneficio de las listas sábana. Pero el episodio confirma, además, que muchos dirigentes no creen en la importancia de la política ni de la tarea legislativa, a la que ni siquiera parecen tomar en serio. ¿También ubicarían a su mujer, aunque no esté preparada, si les ofrecieran cubrir una vacante como cirujana o piloto de avión? ¿Por qué creen que una banca es para cualquiera y que la falta de preparación puede pasar inadvertida? Es una cultura que, paradójicamente, alimenta los discursos antipolítica que, con peligrosa demagogia, equiparan al Congreso con “una cueva de inútiles”. Nadie ha hecho tanto por el desprestigio de la política y de las instituciones como muchos de sus dirigentes.
Sería injusto generalizar y sugerir que la mayoría de los legisladores llegan por parentescos, amiguismo y acomodo, escondidos en el furgón de las listas sábana. Pero también sería ingenuo y condescendiente afirmar que la confesión de la “gran hermana” es una extraña excepción. Algo de la cultura política hace que este caso no figure hoy en el centro del debate público ni genere mayor incomodidad.
Tal vez la reconstrucción de la Argentina deba empezar por las pequeñas cosas. Quizá se trate de no naturalizar esa cultura en la que el Estado se utiliza “para nosotros” y el poder se administra con discrecionalidad. Aquella ética ciudadana que Borges practicaba con modestia conmovedora puede marcar un camino.