La cultura hegemónica
El peronismo fue una fuerza política mayoritaria, nacionalista y cristiana, entre 1946 y 1955. Contó, en su inicio, con aportes del forjismo radical, el Socialismo Democrático y el laborismo sindical. Entre 1955 y 1973 se constituyó en un movimiento de resistencia al "liberalismo dictatorial y militarista", en total o parcial clandestinidad, sumando a una nueva generación que no había conocido a Perón desde la izquierda marxista.
La muerte de Perón, en 1974, y el golpe de 1976 lo desarticularon en lo político, pero lo ampliaron ideológicamente. Jefes de la dictadura, como Massera, Viola o Galtieri, soñaron con ser electos presidentes con apoyo peronista, y un dirigente democrático no peronista de la talla de Raúl Alfonsín intentó un "tercer movimiento histórico" que pretendía sintetizar a radicales y peronistas. Alfonsín no podría haber sido electo en 1983 sin un porcentaje de votos filoperonistas. Ya en 1958, Arturo Frondizi había intentado sin éxito hacer lo mismo desde el desarrollismo.
Con el menemismo en el poder desde 1989 se produce la incorporación de la liberal UCD de Álvaro Alsogaray, en una pirueta más que copernicana. En 1999, De la Rúa gana con el decisivo aporte del Frepaso de "Chacho" Álvarez, Bordon y Lavagna, de clara extracción peronista.
En 2007, bajo la conducción de Néstor Kirchner, es electa la fórmula Cristina-Cobos con el apoyo de cinco gobernadores de activa militancia radical; al mismo tiempo, el radicalismo llevaba como candidato presidencial al peronista Lavagna.
Así se cierra el círculo por el cual el peronismo deja de ser una fuerza para convertirse en una cultura hegemónica que aúna en su seno todas las corrientes políticas presentes durante los últimos 65 años, a saber: el nacionalismo, el conservadorismo, el cristianismo, el radicalismo, el desarrollismo, el marxismo y el liberalismo con una definición "movimientista" y "pragmática" que le permiten girar en lo ideológico y sucederse a sí mismo borrando con el codo lo que había escrito con la mano.
En 2013, en plena crisis del cristinismo, obtuvo el 85% de los votos en la provincia de Buenos Aires, entre Insaurralde, Massa y De Narváez (Perón no superó nunca el 50%) y aproximadamente el 65% en sus distintas versiones a nivel nacional.
Por si esto fuera poco, en el otro 35% representado por la UCR, los socialistas, otros grupos de centroizquierda, Pro y el PO, existen importantes dirigentes que reconocen su "origen peronista".
Al mismo tiempo, en forma paradójica, la inmensa mayoría de los argentinos -si sumamos los que rechazan a Menem, Duhalde y los Kirchner- cuestionan lo hecho durante los gobiernos peronistas que ocuparon el poder durante 23 de los 30 años de la restauración democrática.
Queda claro que esta forma esquizofrénica de transitar la historia no es la característica de una "parcialidad política" o partido político, sino una idiosincrasia nacional que explica las razones de nuestros reiterados fracasos y la inexistencia de un sistema de partidos que apuntale la república federal y representativa, que vegeta como letra muerta en nuestra Constitución.
A partir de esta evidencia histórico-cultural, podemos concluir que el peronismo es parte central de nuestro ADN colectivo.
Sería ridículo pensar que una salida política pasaría por hacer "borrón y cuenta nueva", porque eso no ocurrirá.
Pero si empezamos por reconocer el problema, seguramente, seguiremos portando la identidad cultural que tenemos, pero podremos intentar modificar nuestras conductas para construir un país mejor. Todos partimos de ser nacionalistas y bastante populistas conviviendo bajo una constitución liberal. Deberemos fijar mejor los "matices diferenciadores" que nos permitan alcanzar identidades partidarias y frentistas menos volátiles y oportunistas. Si no podemos desprendernos de esta trampa que nos condiciona, seguiremos montados sobre la misma perinola.
Y la tarea comienza con los principales referentes y presidenciables actuales, que deberían, todos, sin excepción, hacer públicas sus autocríticas respecto de su paso por la actividad pública o privada.
Ninguno salió de un repollo, todos participaron activamente en las últimas décadas -hasta los más jóvenes- y son actores directos o indirectos de esta cultura a la que es preciso, más que derrotar, exorcizar.
Con sus características propias, los países exitosos de la región hicieron eso. ¿Podemos imaginar el Brasil moderno con el Lula "original" o con Dilma comportándose como una "guerrillera"? ¿O el Uruguay, que tiene el ingreso per cápita más alto de América del Sur, sin la convivencia pacífica entre los Herrera blancos y los Batlle colorados, los socialistas democráticos como Vázquez o Astori, y uno de los tres fundadores de Tupamaros, José Mujica?
¿Cómo hicieron los ex perseguidos y exiliados de la Concertación chilena para convivir por años con Pinochet como comandante de las fuerzas armadas que, constitucionalmente, no estaban bajo el control de la sociedad civil?
Desde distintas circunstancias históricas, todos tuvieron que recrearse a sí mismos; sin anular ni ignorar el pasado, porque eso no es posible, pero con la grandeza de superar sus propios errores.
El peor enemigo, el más difícil de derrotar, es el que llevamos dentro.