La cultura del cambio cultural
Los argentinos solemos polarizar por casi todo, pero hay que evitar que el debate necesario derive en contienda estéril
"Es más difícil ver a un albanés en Berlín sin cinturón de seguridad que a un alemán manejando sin cinturón en Tirana", le escuché decir hace unos años al primer ministro de Albania, Edi Rama. "Donde fueres haz lo que vieres", dice el refrán que ya Francisco de Quevedo citaba en 1626 en La vida del buscón.
Una amiga que estudia psicología del comportamiento me contó un experimento casero. De paseo en Nueva Zelanda, donde nadie cruza la calle en rojo, probó hacerlo para ver si alguien la seguía.
"Encontró lo siguiente: si había mucha gente esperando en la vereda, nadie la imitaba; si había poca, algunos la seguían; si eran varios los que cruzaban en rojo (insistente, mi amiga hizo el mismo experimento con dos amigos, que cruzaron detrás de ella), eran más los que los imitaban. Conclusión (sin aspiraciones de rigurosidad científica, al menos por el momento): el efecto contagio de alguien que no cumple las reglas es mayor en la medida en que sean más quienes se desvían y menos quienes observan. La sanción social funciona como una contención del instinto natural no cooperativo. Como diría Joshua Greene, estamos programados genéticamente para hacer lo que más nos conviene, pero también para responder a la mirada del otro.
Las conductas sociales son, por definición, plurales. Dependen en gran medida de lo que es aceptado por la mayoría. Como en la teoría de la ventana rota de James Wilson y George Kelling, que sostiene que si en un edificio aparece una ventana rota -y no se arregla rápidamente- pronto todas las demás serán vandalizadas, es sabido que uno maneja mejor donde se conduce correctamente, no tira la basura en las calles limpias y no evade cuando la evasión es vista como lo que es: un delito. Por eso en un país como el nuestro, plagado de conflictos de interés, en el que se discuten estrategias de evasión en la sobremesa del asado, resulta difícil combatir la informalidad, modificar el espíritu prebendario, la propensión al acomodo, al curro. Por eso cuesta tanto encontrar ejemplos reales de estos cambios virtuosos.
En la Argentina vivimos desde hace varios años en un equilibrio no cooperativo: todos creen que merecen más, que han puesto lo suficiente y que es hora de recibir (es decir, de que pongan los demás): protección comercial, crédito barato y trabajo flexible; tarifas subsidiadas y servicios de calidad; menos impuestos, gasto y deuda. En un contexto donde todos piden, el Estado se victimiza, condena la ausencia de un equilibrio espontáneo, polariza en lugar de favorecer la cooperación. Es un juego de suma cero: si la puja genera ganadores transitorios y cambiantes, la mayoría pierde en el estancamiento final.
Esta falta de cooperación se nutre de la posverdad, esa distorsión deliberada de la realidad que influye tanto en la opinión pública como en las actitudes sociales, y que amplifica medias verdades (o falsedades completas). ¿Cuántos piensan, a contrapelo de la evidencia, que la Argentina pudo haber sido Australia, que la trampa de nuestro desarrollo es el peronismo, que los sindicatos son los culpables del estancamiento educativo? "Es más difícil ver a un docente argentino parando en Helsinki que a un docente finlandés parando en Florencio Varela", podríamos decir, parafraseando al premier albanés. Es un error pensar el desarrollo solo como un problema económico.
El panel de cierre de una reunión organizada en mayo pasado por la Universidad Torcuato Di Tella y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) juntó a representantes de trabajadores, empresarios y del Gobierno para debatir el trabajo argentino. Gerardo Martínez, secretario general de la Unión Obrera de la Construcción (Uocra), planteó que al trabajador argentino se le exige productividad del Primer Mundo con herramientas del Tercero: la productividad laboral requiere inversiones de los empresarios. Carolina Castro, directora de Legislación de la Unión Industrial Argentina (UIA) y a la sazón sherpa del B-20, acordó con Martínez, pero planteó que a los empresarios se les exige invertir con altos costos financieros e impuestos distorsivos: la inversión requiere menores tasas y carga tributaria del Estado. El entonces ministro de Trabajo, Jorge Triaca, acordó con ambos, pero planteó las necesidades fiscales heredadas de años de gasto sin crecimiento (y de falta de inversión) y pidió paciencia.
En la actualidad, enfrentamos un triple desafío en relación con el mercado laboral. Por un lado, un desplazamiento natural del trabajo de la industria a los servicios; por el otro, dos tendencias favorecidas por la tecnología: la sustitución de ocupaciones de calificación media y baja, y el cambio en los medios de producción y en las modalidades de contratación. El riesgo en este escenario es que se profundicen la informalidad, la precarización y la dispersión salarial. El remedio para evitarlo es poner el énfasis en la formación profesional, en la educación para el trabajo y en la sanción de reformas laborales que incorporen estas transformaciones y extiendan sus beneficios a las nuevas formas de contratación. Todos los actores relevantes aceptan que esto está sucediendo; sin embargo, no encuentran la manera de llegar a un acuerdo en la distribución de los costos.
¿Quién debe dar algo primero? ¿El Estado? ¿Los empresarios? ¿Los trabajadores? Una solución cooperativa contribuiría a una mayor inversión y una mejor formación profesional. A su vez, esto elevaría el salario, protegería al trabajador, reduciría la informalidad y sostendría el crecimiento y la recaudación. Estaríamos frente a un círculo virtuoso que, lejos de ser la solución del desarrollo argentino, al menos tendría más chances de sacarnos del loop de las últimas décadas. El desarrollo es una tarea colectiva; en ausencia de cooperación, nos enfrentamos a una espiral descendente.
La falta de cooperación no se da solo cuando discuten el capital y el trabajo. Los argentinos solemos polarizar por (casi) todo: el aborto, la educación sexual en las escuelas, el proteccionismo industrial, los culpables de la corrupción, el valor de las jubilaciones, el tipo de cambio, la política migratoria, la urbanización de las villas... La falta de coincidencia es natural y hasta bienvenida. Pero, en tiempos de posverdad naturalizada, el debate deviene contienda, enfrentamiento. Y la negociación y la cooperación, indispensables para obtener las reformas necesarias para el desarrollo, resultan cada vez más lejanas.
Quizás, alcanzar un futuro promisorio para la Argentina pase por reconocer que el estado de reposo, con correcciones en el margen, probablemente nos lleve a ser un país fallido; es decir, uno muy inferior al que podríamos ser. Tal vez la angustia de aceptar el posible fracaso nos permita eludir las distracciones cotidianas (las internas políticas, el poroteo de culpas, los enfrentamientos estériles) para pensarnos como sociedad. Se suele decir, y queda bien, que el cambio cultural (esa muletilla ya casi condenada a un prematuro ostracismo) empieza por uno mismo, como un ejercicio en primera persona. Pero la cultura es plural y para modificarla es imprescindible un ejercicio de cooperación.
Decano de la escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella