La cultura de la clase media, extraviada en el fracaso educativo
Si nuestra ignorancia dejara de divertirnos y volviera a avergonzarnos, quizá podríamos recuperar el país que se enorgullecía de su formación
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Una periodista anunció hace unos días, en horario central, la muerte del “más grande escritor de lengua inglesa”, William Shakespeare. Era cierto: Shakespeare murió, pero en 1616. La periodista lo confundió con un homónimo que alcanzó notoriedad por haber sido el primer hombre que recibió la vacuna contra el coronavirus en el Reino Unido. Unos días antes, en un examen ante el Consejo de la Magistratura, un aspirante a ocupar un cargo de camarista federal se enredó en divagues desopilantes cuando intentaba contestar una pregunta elemental: ¿a qué alude el concepto de “techo de cristal”? (el que sufren las mujeres en el mundo laboral). En Formosa, un intendente (que además es docente) dijo –en el acto de inauguración de una escuela junto con el gobernador– que “en la provincia hemos supido vencer todas las vicisitudes que se nos han presentado”.
Cada uno de estos episodios ha provocado una catarata de bromas e ironías en las redes sociales. ¿Pero es realmente divertido? ¿O son síntomas de un deterioro educativo que empieza a notarse en todos los ámbitos y los niveles? ¿Son errores y derrapes aislados? ¿O reflejan y ponen en evidencia la decadencia cultural de la Argentina?
Si hay un orgullo que, históricamente, tuvo nuestro país, fue el nivel educativo de su clase media. Había un estándar de cultura general que estaba garantizado por el sistema público de enseñanza y por valores muy arraigados en la sociedad: el respeto por el conocimiento y la valoración del aprendizaje. Nadie ignora que esos valores se han debilitado y que, en las últimas décadas, la escuela pública se ha degradado a un ritmo acelerado. Quizá no nos debería sorprender, entonces, que en ámbitos en los que debería existir un aceptable bagaje cultural empiecen a verse, en cambio, baches enormes de formación.
Quizá lo peor sea que estamos naturalizando este deterioro y, lejos de escandalizarnos, hasta nos parece divertido. Ya hace tiempo que algunos académicos y pedagogos advierten cierto desprecio por la cultura general que se convierte incluso en una especie de ignorancia militante y orgullosa. En un contexto en el que la notoriedad vale más que el prestigio, errarle a la muerte de Shakespeare por apenas 400 años quizá hasta sea un envión para una “carrera mediática”. Por supuesto, no hay que haber leído a Shakespeare para ser un buen profesional. No se trata de erudición, sino de referencias y coordenadas básicas, de reconocer una línea de tiempo que no mezcle las Cruzadas con la Guerra de Vietnam. Eso es lo que garantizaba la escuela pública argentina.
Sería injusto cargar las tintas sobre episodios desafortunados. Es cierto que ahora los errores “se viralizan” y, quizá, expongan en exceso a alguien que ha cometido una equivocación. Por eso, no se trata de juzgar casos individuales, sino de preguntarnos por algunas cosas de fondo que fallan en la Argentina. Solemos hablar de “la crisis educativa” como si fuera algo abstracto, hasta por momentos ajeno a nosotros mismos; como si fuera un problema solo de la escuela, y en general de la escuela de otros. Se trata, sin embargo, de una crisis que arrastra a las instituciones, al mundo laboral, al arte, a los servicios. Más tarde o más temprano, la crisis educativa deteriora todos los eslabones del funcionamiento de un país y se expresa a través de una mala praxis cada vez más extendida. La escuela es el punto de partida y, cuando falla, esa crisis se replica en las fábricas, en los gobiernos, en los medios de comunicación, en la Justicia, en el Congreso. Los actores de cada uno de esos ámbitos no vienen de otro planeta; vienen de esa escuela deteriorada que ya no garantiza un estándar de cultura general. Vienen de esa escuela que exige cada vez menos; que prefiere que un chico pase de grado aunque no sepa, antes que hacerlo repetir; que cree que aplazar es estigmatizar y que confunde evaluar con discriminar. Las nuevas generaciones se forman en una escuela que reniega del mérito y que cree más en la sindicalización que en la formación docente. Es la misma escuela que, junto con las universidades, encubre su propio fracaso. Para no correr el velo sobre la magnitud de la crisis educativa, se opta por bajar el umbral de exigencia, debilitar los mecanismos de evaluación y nivelar hacia abajo.
Hace veinte años, la Facultad de Derecho de La Plata tomó entre sus ingresantes una prueba de cultura general. Sobre 2000 estudiantes, el 85 por ciento desaprobó. Las respuestas incluían disparates memorables, como que la Guerra Fría consistió en “una serie de batallas en las que miles de soldados murieron por las bajas temperaturas” o que el general San Martín regresó al país “por recomendación de su madre, Eulogia Lautaro”. La decisión fue suprimir ese examen, que no se volvió a tomar para no exponer el fracaso de la escuela secundaria. Pero aquellos ingresantes son los que hoy se postulan ante el Consejo de la Magistratura, ejercen la abogacía o han llegado, incluso, a ocupar cargos de jueces. Muchas veces, perdemos de vista esa conexión mientras nos divertimos en las redes sociales con bloopers que quedan grabados.
Por supuesto que existen, en cualquier ámbito sobre el que se ponga la lupa, recursos humanos de alta y de altísima calidad. Pero se trata de analizar “el promedio”, que es el que la Argentina siempre tuvo alto y que ahora parece desmoronado. Lo que enorgullecía al país (quizá hasta los años sesenta) no era la ilustración de las elites, sino la cultura media de los trabajadores, los oficinistas, los artesanos, los policías y, por supuesto, de los maestros. En sus hogares se compraban enciclopedias en cuotas, se leían diarios y revistas, se hablaba de lo que pasaba en Europa, se tocaban instrumentos musicales y se valoraba el arte. Grandes pintores, como Quinquela o Antonio Berni, provenían de familias humildes. Y no eran raras excepciones. Ebanistas, linotipistas, ferroviarios, mozos y modistas (por citar algunos oficios al azar) eran, en general, ciudadanos muy atentos a lo que pasaba en el país y en el mundo, cultos o al menos informados, de rica conversación y lenguaje depurado. En sus hogares, el saber tenía prestigio y era un valor aspiracional.
Hoy ha disminuido el estándar promedio en la formación. Y, si bien es una tendencia que lleva al menos cuarenta años, aparece cada vez más acentuada. Si proyectamos hacia el futuro el impacto de las escuelas cerradas desde el año pasado, lo que vemos ahora tal vez sea apenas el inicio de una catástrofe cultural y educativa mucho mayor.
La tendencia a bajar la vara no es exclusiva de escuelas y universidades. Los concursos para ingresar a la administración pública, los mecanismos para ascender en los escalafones jerárquicos, los cursos de capacitación profesional, la asignación de categorías y puntajes en los sistemas académicos y científicos, también han disminuido la exigencia para consentir criterios de nivelación hacia abajo.
Algunos disparates quedan expuestos en televisión o en las redes. ¿Pero con cuántos nos encontraríamos si buscáramos detrás de las cámaras? Basta mirar trabajos prácticos en años superiores de la universidad, tesis doctorales, papers académicos o sentencias judiciales para advertir hasta qué punto se han naturalizado el “copie y pegue” de Wikipedia, el empobrecimiento del lenguaje y el desprecio por la sintaxis. El fraude intelectual se ha multiplicado con Google y el plagio ha dejado de ser una falta grave para considerarse una picardía casi folclórica. Los discursos públicos ya reflejan, desde hace tiempo, la devaluación cultural de la Argentina. Si nuestra propia ignorancia dejara de divertirnos y volviera a avergonzarnos, quizá encontraríamos la llave para recuperar aquel país que se enorgullecía de su cultura general.