La cuadra de la explosión, la que más caminé en mi vida
Esa adrenalina extraña que segregamos los periodistas en momentos extremos me generó contradicciones
La cuadra de Salta entre Balcarce y Oroño es la que más caminé en toda mi vida rosarina. La mudanza desde la pensión de Dorrego 353 al departamento de Salta 2108 en julio del 92 significó mucho más que un salto de categoría. No sólo me iba desde una pensión colectiva a un departamento con privacidad sino que tiraba mi primer ancla al barrio del Comedor Balcarce, los ravioles de Bona Pasta, los cafés de El Reloj y la rotisería que vendías tres pizzas por diez pesos. Durante cinco años mis pasos universitarios anduvieron por esa esquina. En el primer piso ‘E’ se pergeñaron sueños y deseos de periodista, ahí practiqué intensamente con una Olivetti verde para escribir algún día en algún medio, estudié la lingüística de Sausurre y la sociología de Weber, me desayuné con el fin de la historia de Fukuyama, entendí lo que era el zapping de la mano de Landi y Sirvén, no me perdí jamás un programa de Fabián Polosecki en un viejo Philco modelo 79 que sólo enganchaba los canales de aire: el 3, el 5 y ATC.
Vi el fuego, las ambulancias, las imágenes que parecían de una posguerra barrial
Fueron años de estudio tratando de descifrar cuál iba a ser el campo de acción de un comunicador social. Mientras la convertibilidad pulverizaba los pocos pesos que traíamos para subsistir toda la semana en pleno menemismo procurábamos interpretar qué significaba eso que nos decían los docentes: "Ustedes son posmodernos". Este barrio, ni tan céntrico, ni tan top, ni tan lejano es un sitio de estudiantes y abuelos, la perfecta combinación de la convivencia: unos hacen mucho ruido, otros no escuchan nada.
Hoy sigo siendo vecino de mi primer barrio. Vivo a seis cuadras del departamento que alquilaban mis viejos para que yo pudiera recibirme. Ya no soy estudiante y cambié la Olivetti por una netbook, sigo escribiendo, sigo sin entender qué es eso de ser posmoderno.
A las 9.45 de la mañana del 6 de agosto de 2013 estaba redactando un guión cuando el estruendo acaparó la mañana. La onda expansiva me expulsó para atrás. ¡La puta madre!, grité pensando que estaba haciendo el ridículo por un susto fugaz. ¿Qué pasó? Miré por la ventana pensando que se podría haber caído un andamio de una obra en construcción, pero no. Seguí escribiendo hasta que minutos después comenzaron a escucharse las sirenas de bomberos, ambulancias y policías. Miré la web, la primicia ya había acaparado los portales de noticias y yo sentado. En mi mochila tenía una cámara de fotos, un grabador digital y una libreta porque la noche anterior pensaba entrevistar al líder de Los Palmeras, Marcos Camino quien iba a dar una charla sobre cómo ser un emprendedor dentro del mercado de la cumbia argentina, pero me había adelantado una semana para al evento. La mochila estaba lista, la tomé y salí corriendo.
Esa adrenalina extraña que segregamos los periodistas en momentos extremos me generó contradicciones
En el camino pasé por el popular Comedor Balcarce –a dos cuadras de la tragedia- y ahí comenzaban los vidrios en el piso, las vallas improvisadas, los rostros de estupor, las corridas a ninguna parte. Los protagonistas de las acciones eran conocidos, nos mirábamos con solemnidad sin hablarnos. Marcos, un relacionista público y compañero de trabajo comenzó a colaborar con Defensa Civil para desalojar la cuadra mientras yo llegaba a la esquina de Salta y Balcarce, la esquina donde viví y crecí. Vi el fuego, las ambulancias, las imágenes que parecían de una posguerra barrial. Vi a la farmaceútica de la cuadra llorar y abrazarse, vi a un pibe que llegaba con su madre pidiendo por favor cruzar las vallas para buscar a un familiar, vi a una mujer sobreviviente que se le cayó el techo encima mientras estaba en el baño, vi a la intendenta Mónica Fein en medio de la gente.
¿Por dónde empezar? ¿A quién preguntar algo? ¿Qué testimonio recoger? En mis años de productor televisivo tenía un jefe que a los periodistas quejosos por cubrir notas de pequeño porte les decía: "No vas a tener una AMIA todos los días - en alusión al atentado sufrido en el 94 en la Asociación Mutual Israelita Argentina-. Esas son las notas fáciles de hacer, donde encuadrás tenés una historia". Mientras me acercaba más y más al lugar del desastre recordé esa frase. En cada rostro había una historia por contar. Esa adrenalina extraña que segregamos los periodistas en momentos extremos me generó contradicciones. El ocaso estaba en mi barrio. Mis vecinos eran los protagonistas. Mi ex jefe me hubiera dicho: "¡Ahí tenés tu AMIA!".
Pero yo no deseo contar tragedias.