La crisis migratoria de Venezuela es un desafío regional
Notre Dame, EE.UU.- El primer mandamiento de la solidaridad internacional es no olvidar. Las víctimas del autoritarismo sostienen la dignidad y la esperanza cuando saben que otros no olvidan su causa.
Por esta razón, la reciente elección venezolana no debe ser olvidada. El "triunfo" de Nicolás Maduro con 68% de los votos ya no tiene pretensión democrática. En el actual sistema venezolano, la oposición solo está autorizada a perder elecciones. Cuando tiene oportunidad de ganar, sus candidatos son proscriptos o encarcelados. Si algún error táctico permite su triunfo, los resultados son anulados. Si la sociedad se rebela, el ejército está listo para reprimir.
Este modelo no es nuevo. Otros líderes latinoamericanos, como Rafael Trujillo en República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, y Alfredo Stroessner en Paraguay, gobernaron por largos años realizando elecciones meramente rituales.
Los resultados del 20 de mayo muestran qué poco importa el electorado venezolano. Una encuesta nacional realizada por la Universidad Católica Andrés Bello en abril mostró que los votantes están divididos en tres bloques: 29% respalda al gobierno, 35% apoya a la oposición, y 36% rechaza a ambos. Solamente un 16% apoya a Maduro, y apenas 23% se identifica con el partido de gobierno.
En un contexto en que los venezolanos no tienen alimentos, medicinas, o suficiente dinero en efectivo para el colectivo, todos añoran un pasado mejor, aunque este pasado está en disputa. Un 44% de la población recuerda un país mejor antes de 1998, mientras que otro 42% rememora los tiempos de Chávez. Se trata de un pasado -cualquiera sea- que ya no va a regresar.
Al imponer el modelo de elección ritual, el régimen venezolano ha mostrado que solamente una fractura dentro de las fuerzas armadas puede producir su caída. Ante esta realidad extrema, resulta tentador encogerse de hombros, emitir sanciones en la OEA, y olvidar el problema. Pero esta opción no es viable, porque la crisis de Venezuela se extiende hoy a toda América Latina.
Frente a la ausencia de opciones, las y los venezolanos están votando con los pies. Más de un millón y medio de personas (en un país de 32 millones) abandonaron el país en los últimos cuatro años. Es como si toda la provincia de Tucumán hubiese abandonado la Argentina en apenas 48 meses. El cálculo es conservador. Las encuestas de hogares sugieren una cifra mucho mayor.
El número de venezolanos en otros países de América del Sur se multiplicó por diez en los últimos cuatro años. Muchos cruzan a Colombia, en donde se instalan en situación precaria o abordan micros improvisados que los llevan a Ecuador y Perú. Quienes tienen más recursos viajan a la Argentina y Chile, México, Panamá y Costa Rica. No importa lo que fueron en su vida anterior, llegan a ganarse la vida. Trabajan en bares, manejan remises o venden arepas. Ahorran cuando pueden y envían dinero a sus familias.
Una nueva ruta lleva hoy a los venezolanos por el Amazonas hacia Brasil. Cerca de 700 personas se presentan cada día en la frontera con el estado de Roraima, donde el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) procesa su arribo. Su documentación es escasa; es casi imposible obtener un pasaporte en Venezuela.
Apenas una minoría de los venezolanos expatriados tiene condiciones para permanecer legalmente en el país receptor. Poco más del 10% ha podido solicitar asilo oficialmente, y solamente un 40% ha encontrado un marco legal para su situación migratoria.
Este proceso resulta especialmente difícil para los venezolanos, quienes carecen de redes de apoyo en otros países. Como la Argentina, Venezuela fue tradicionalmente un país receptor de inmigrantes. En los años sesenta, la estabilidad democrática y la prosperidad petrolera atrajeron a portugueses e italianos dispuestos a iniciar una nueva vida; en los años setenta, a migrantes colombianos e intelectuales argentinos exiliados por la dictadura. Hasta hace poco, la idea de emigrar era inimaginable. Ya no lo es.
La ausencia de redes de solidaridad y la precariedad legal somete a los migrantes al peligro, la explotación sexual y la violencia. En enero, un bote con treinta personas naufragó en el Caribe mientras intentaban llegar a Curaçao, un enclave holandés a apenas 65 kilómetros de la costa venezolana. El número de trabajadoras sexuales de origen venezolano ha crecido en toda la región, y los conflictos con las redes locales de prostitución son un problema creciente.
No es un desafío menor para los otros países de la región. Brasil, cuya economía no pasa por el mejor momento, asignó en marzo más de 50 millones de dólares para abordar la crisis, mientras establecía una red de refugios para migrantes en Roraima. Más de 30 mil venezolanos se radicaron en Argentina el año pasado. En Colombia y Perú, campañas de difusión impulsan la solidaridad con los venezolanos, mientras la población local comienza a mostrar xenofobia y hostilidad. Colombia apenas está completando un registro administrativo, y los resultados son preocupantes. Casi un cuarto de los migrantes son niños, pero más de la mitad no está en la escuela. Los migrantes no tienen acceso a servicios de salud, y los nacimientos no registrados por el estado colombiano crean apátridas.
América Latina comienza a entender que la respuesta a este problema debe ser solidaria, colectiva y coordinada. En marzo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos urgió a los países del área a ofrecer una respuesta "basada en la responsabilidad compartida y el respeto y garantía de los derechos humanos". A fines de abril, dos funcionarios destacados de la OEA, Mauricio Rands y Betilde Muñoz Pogossian, renovaron el llamado, convocando a los gobiernos para asegurar los derechos de los migrantes.
Sin embargo, la respuesta a la crisis humanitaria no puede ser relegada a los organismos internacionales. Este año, Acnur solicitó 46 millones de dólares para abordar la crisis migratoria venezolana; solamente recibió tres. La solidaridad no es tarea de gobiernos, sino de sociedades.
La solidaridad con Venezuela se construye en escuelas y universidades, en iglesias y clubes, en los colectivos artísticos y en los movimientos sociales. En el trato cotidiano con las y los migrantes, y en las conversaciones con nuestros amigos.
¿Por qué asumir responsabilidad compartida por una crisis que no es nuestra? ¿Por qué comprar este problema cuando tantos migrantes, que en su momento respaldaron ciegamente el proyecto chavista, son en parte responsables por la crisis que hoy los castiga?
La respuesta a estas preguntas es sencilla. El problema venezolano es hoy un problema regional, colectivamente ineludible. La historia latinoamericana muestra que ningún país está a salvo de la catástrofe económica o de la tragedia política. En los años setenta, cuando América Latina crujía bajo el peso de las dictaduras, la democracia venezolana ofreció asilo y solidaridad a muchos sin pedir nada a cambio. Hoy los vientos del destierro soplan en dirección opuesta.
Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos