La Corte Suprema, en la encrucijada
El máximo tribunal afronta uno de los conflictos más dramáticos de su historia
Cuando Ulises ordenó que lo ataran al mástil de su barco para no ceder al canto de las sirenas, señaló las virtudes de la autolimitación. De la misma manera, la Constitución representa la intención de la sociedad de autolimitarse para proteger los derechos que aseguran la convivencia y organizar un gobierno para los intereses comunes. Una constitución supone, en nuestra tradición, la idea de un gobierno limitado por la división de poderes, el control judicial, las elecciones abiertas como forma de selección de los altos funcionarios y legisladores, y la protección de los derechos humanos. Supone también que la Constitución no puede ser reformada de la misma manera que la legislación ordinaria, se requiere una mayoría calificada o una supermayoría. Esto también plantea la necesidad de establecer qué derechos deben establecerse fuera del alcance del poder de la mayoría circunstancial.
La existencia de una constitución escrita que no puede ser reformada por el proceso legislativo ordinario rige para los tiempos. Si las normas constitucionales pudieran reformarse con la sencillez de una ley, las constituciones serían funcionalmente leyes y, probablemente, los gobiernos no tendrían límite alguno.
La idea de una constitución impuesta por una decisión de una mayoría no establecería límites adecuados al gobierno. Por el contrario, la Constitución, como un contrato, resuelve el método de organización del gobierno que se crea y le establece límites que debe aceptar. Utilicemos el modelo del contrato social para interpretar al Estado constitucional. Como los contratos que permanecen vigentes por un futuro indefinido y gobiernan un amplio campo de interacciones sociales, la Constitución debe afrontar una inmensa cantidad de contingencias que son imposibles de predecir. Por lo que pueden no existir respuestas específicas en el contrato original. Además las contingencias ocurren muchos años después de la redacción y resulta imposible imaginar lo que los autores hubieran resuelto en esa situación si la hubieran previsto y hubieran hecho una referencia concreta en el texto. Una renegociación del contrato social es inaplicable en los casos en que una parte tiene el monopolio exclusivo del uso de la fuerza, como es el caso del gobierno, y frente a él se presenta un conjunto de habitantes desorganizados buscando el reconocimiento de un derecho. La solución es que exista una agencia permanente que actúe como representante de los habitantes y ciudadanos, y éste es el marco constitucional de la Corte Suprema, que fue diseñada para que fuera independiente de las otras ramas del gobierno. Como protectora final de la ciudadanía en la solución de sus conflictos, la Corte no adopta una interpretación estrecha de la Constitución, ya que ese texto no puede prever todas las contingencias posibles. La Constitución establece límites exteriores al ejercicio de la discrecionalidad judicial antes que determinar normas concretas para una decisión. En forma realista, el derecho constitucional es un cuerpo de derecho creado por los jueces, contenido en el texto constitucional, pero no derivado de él en un sentido estricto.
La Corte Suprema es la "estructura de gobierno" de la Constitución.
La Carta Magna contiene normas redactadas en términos muy generales, pero que sirven para dar respuestas precisas a problemas concretos. Estas normas constitucionales tan generales delegan la autoridad para definir su contenido en los administradores de esas normas, es decir, en los jueces. Podemos entonces describir a la Corte Suprema como el agente de la presente generación, si bien limitado por el texto de la Constitución, para hacer cumplir un contrato social que nos une en una sociedad de convivencia. La estabilidad de los jueces en su empleo y la integridad de su salario reduce el interés propio en sus decisiones. La estabilidad judicial, tanto en el cargo como en el salario, les permite dar soluciones independientes de la influencia política y en este caso pueden proteger a aquellas minorías llamadas "discretas e insulares" que no tienen protección en el proceso legislativo. La independencia es la principal fuente de legitimación del control judicial sobre la legislación.
Este año la Corte Suprema cumple 150 años; ha tenido tiempos tormentosos, otros burocráticos, pero también momentos de gloria. En la presente integración, la Corte atraviesa uno de esos períodos luminosos. Pero debe afrontar ahora la solución de uno de los conflictos más dramáticos de su historia: la definición constitucional de cómo se designan y remueven los jueces, cuántas instancias tienen los tribunales y qué dimensión constitucional tiene el Estado y si debe tener privilegios procesales. El problema con que se enfrenta es definir cómo pueden los habitantes obtener una rápida y eficaz defensa de los derechos constitucionales.
En estos últimos años, la Corte ha efectuado reformas que revolucionaron el proceso judicial, muchas que por su novedad no han sido todavía plenamente apreciadas por la sociedad. Estas innovaciones incluyen las acciones de clase (creadas por el caso Halabi) que permiten resolver conflictos que afectan a muchos interesados, pero que por tratarse de reclamos de poco monto no justifican procesos individuales; la administración judicial de grandes conflictos en los casos que la autoridad pública, por bloqueos internos, no puede resolverlos, como es la limpieza del Riachuelo, dispuesta y organizada en el caso Mendoza; la institución de Amigos del Tribunal por la que la Corte acepta memoriales de especialistas que colaboran con información para facilitar la solución de casos trascendentes; la creación de la Oficina de Análisis Económico, que recaba información para anticiparse a las consecuencias, a veces ocultas o inesperadas, que las decisiones adoptadas pueden tener en la sociedad. Además, la expansión de las acciones declarativas de certeza para transformarlas en un instrumento procesal que permite analizar la constitucionalidad de las normas, aun superando los límites del agotamiento previo de la vía administrativa y del solve et repete en materia tributaria. Toda esta evolución reciente de la Corte Suprema ha sido tan rápida que aún no llegó a ser plenamente comprendida por la sociedad.
Se ha debatido en el pasado que el control judicial tiene un conflicto con la legitimidad democrática. Es un error: cuando las personas, particularmente las más humildes, sufren el embate de gobiernos o de empresas poderosas, la defensa de sus derechos se hace por acción judicial. La influencia sobre los poderes políticos es compleja y costosa y, en muchos casos, ineficaz. Sin embargo, para iniciar el proceso judicial basta en muchos casos con un amparo, la solicitud de una medida cautelar o una acción declarativa. El proceso judicial es la garantía democrática de saber que antes de que se me aplique una norma que limita mis derechos o antes de que se me niegue un derecho que reclamo, haya un debate ante un juez y que él establezca el precedente que resolverá el conflicto, asegurando la validez de los derechos constitucionales. En la compleja sociedad moderna, el proceso judicial es la versión actual de las antiguas asambleas que aprobaban las normas y los gastos de una comunidad. El ejercicio de los derechos no debe ser un acto heroico, sino, por el contrario, un debate argumentado ante un juez.
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