La corrección política pone en jaque al arte
El domingo pasado, en el Maggio Musicale de Florencia, se escribió un nuevo capítulo de la estupidez artística unida a los vientos políticos de lo que la época impone como correcto. Fue una versión de Carmen, la ópera de Georges Bizet, a la que se le cambió el final. En lugar de ser asesinada por Don José, es Carmen quien lo mata a él. El régisseur Leo Muscato, responsable de la puesta, explicó al diario Le Monde sus razones: "En nuestra época, marcada por el flagelo de la violencia contra las mujeres es inconcebible aplaudir el asesinato de una de ellas". La puesta fue justamente abucheada, pero también, previsiblemente, resultó un éxito comercial. Aun en la aberración, la corrección política mantiene su astucia para la taquilla.
Ya hace un tiempo, poco más de dos años, el Met de Nueva York había decidido que el Otelo de Verdi fuera blanco, una línea de conducta moral que imitó en 2016 el Real de Madrid. En estas costas, el Teatro Argentino de La Plata hizo en 2015 una versión también de Carmen en la que a la puestista Valeria Ambrosio le pareció de buen gusto mostrar, en denuncia del feminicidio, carteles de #NiUnaMenos. ¿Cuáles serán las próximas acciones? Parece urgente intervenir en el repertorio mozartiano, ante todo en Così fan tutte. Don Giovanni sale a flote por la condena final del protagonista, Il dissoluto punito, al fin y al cabo. En cambio, no habría necesidad de modificar el segundo acto de Tosca, puesto que allí es ella quien apuñala al malvado Scarpia. Podrían considerarse también modificaciones imprescindibles en Medea, y el propio Shakespeare no merecería salir indemne: habría que examinar seriamente la responsabilidad de Hamlet en la muerte de Ofelia.
Bromas aparte, creo advertir que este caso en particular excede la discusión interminable acerca de las potestades que los directores de escena se atribuyen a sí mismo sobre las piezas con las que trabajan. No. Entra aquí en juego todo el esplendor de la impostura progresista, convencida de que puede armarse un mundo y una historia a su medida, y esto incluye la del arte y la historia que se escribe con mayúsculas. Es cierto que toda obra de arte "dice" algo distinto a cada generación (eso fue lo que Borges puso en claro para siempre en "Pierre Menard, autor del Quijote"), pero lo dice sin dejar de ser lo que es, sin cambiar una coma ni una escena. Más todavía: dice cosas diferentes precisamente porque persiste inalterada.
El foco puede abrirse un poco más y, para eso, me permito recomendar la lectura de la llamada "Declaración de París sobre la Europa en la que podemos creer" (está disponible en la red), que firman varios intelectuales, entre ellos los filósofos Roger Scruton y Robert Spaemann. Es un documento urgente, con muchos puntos discutibles, que sin embargo pone en crisis esas posiciones (esas suposiciones) biempensantes que tienden cada vez más a naturalizarse, lo que apunta a volverlas intocables. Permítanme citar un par de líneas de la "Declaración": "La corrección política impone fuertes tabúes que consideran desafíos al statu quo más allá de lo aceptable". Así, eso que ellos llaman la "falsa Europa", "no promueve realmente una cultura de la libertad. Promueve una cultura de conformidad políticamente impuesta".
La obra de arte no es un juguete que puede modificarse históricamente a discreción como un mecano. Ser conservador (defender en este caso la integridad de la obra de arte, que es donde reside su verdad) es el único modo de ser progresista. Ser conservador no es defender el statu quo, sino ser fiel a la dialéctica del cambio implícita en la tradición. Es justamente lo que quiere Scruton, siempre en guardia contra quienes pretenden hacer del relativismo un absoluto. Cada época tiene sus causas. La de la nuestra parece ser salvar algunas obras de arte de la mendacidad de la manipulación ideológica.