La conversación en peligro
La escena: el bar, los dos pocillos de café y la persona que tenía enfrente. Finalmente el teléfono móvil dejó de sonar, ya había pasado como una hora y nos levantamos para despedirnos con grandes abrazos.
(Vení, charlemos...) Así comienza el tango de Eladia Blázquez. Me acordé de él (del tango) y de ella (Eladia) el otro día, cuando una persona que hacía mucho no veía, me llamó por teléfono para que nos encontráramos a conversar frente a una taza de café.
Esto sucedía en momentos difíciles para mí, en los cuales cualquier cosa me costaba mucho esfuerzo. Finalmente, me decidí y fui. Nos encontramos en un bar muy simpático, me alegró verla después de tanto tiempo y los primeros diez minutos de nuestra charla fueron muy agradables.
Pero, en seguida, el celular de ella comenzó a sonar. Lo extrajo de su bolso y a partir de ahí se inició una especie de sketch cómico o una especie de tormento (según el cristal con que se mire).
Porque tuve que escuchar u oír largas respuestas dadas a distintos individuos que la requerían por razones personales y profesionales. Luego, ella empezó a mirar la pantalla, deslizando el pulgar a toda velocidad, - era un aparato muy sofisticado, por lo visto - y a leer o responder e-mails y mensajes de texto con sus dedos danzarines.
Entre una y otra operación manual o verbal ligada a su celular, intentábamos esbozar alguna frase o ella hacía alguna exclamación." ¡Ah! Esto es importante"...– y atendía-. Y luego, "Otra vez este hombre, me llamó mil veces, tengo que atender, disculpáme". O bien: "Hola, mi querida , ¡qué suerte que me llamás!" Y así sucesivamente.
Y yo, me quedé pensando: en realidad, ella era una mujer afectuosa, inteligente, encantadora, que me caía muy bien. En realidad, también el celular es algo mágico, extraordinario.
Por fin, un instante de tranquilidad. Aprovechó para mostrarme –en su celular, por supuesto- fotos de las casas que estaba decorando. Pero esto no duró mucho. Había otra llamada que nos sobresaltó. Y vuelta a hablar (ella).
Me acordé primeramente del tango "A un semejante" de Eladia: Vení, charlemos, sentate un poco/ La humanidad se viene encima".
Después, recordé los monólogos de Carlos Perciavalle hablando por teléfono con un interlocutor imaginario y pronunciando frases entrecortadas que me hacían mucha gracia en esa época. Más tarde –como tenía tiempo disponible mientras mi conocida atendía incesantemente las demandas de su aparatito- rememoré una entrevista que le hiciera a Borges en 1979 en su casa. Borges me contaba que, en los Estados Unidos, con gran asombro, había conocido a una profesora universitaria que enseñaba a sus alumnos, de 20-25 años, "Conversación". Borges le preguntó en qué idioma. Conversación en inglés, le contestó la profesora. "¿Se da cuenta?", decía Borges-. "Ya no saben lo que es una conversación, tienen que aprenderlo en la universidad". Ese día me habló también de las "conversation pieces" que tenían algunos en sus hogares para facilitar un tema de charla con sus invitados. Esos objetos eran, según él, cosas que llamaban la atención y se convertían en motivo de preguntas y respuestas . Por ejemplo: peceras o colecciones de máscaras o mapas o cuadros impactantes.
Le tengo miedo a una sola cosa: que en el futuro, al igual que en la historia de Borges de 1979, tengamos que ir a la facultad para aprender el arte de conversar
Vuelvo desde donde partí. La escena: el bar, los dos pocillos de café y la persona que tenía enfrente. Finalmente el teléfono móvil dejó de sonar, ya había pasado como una hora y nos levantamos para despedirnos con grandes abrazos.
Y yo, me quedé pensando: en realidad, ella era una mujer afectuosa, inteligente, encantadora, que me caía muy bien. En realidad, también el celular es algo mágico, extraordinario. Nos comunica con gente de todas partes, mientras comemos, caminamos o nos subimos a un medio de transporte. Recibe mensajes de todo tipo, saca fotos, tiene música, vibra, nos da la hora y la fecha, tiene juegos para entretenerse y mil cosas más. Cuando yo era chica, mi madre se preparaba tres días antes para poder enfrentar la emoción de llamar desde Bucarest a Buenos Aires, vía operadora, a su hermana para oír una voz lejana, débil y difusa. Esa llamada era todo un acontecimiento pero, frustrante, y duraba apenas uno o dos minutos. Claro, pensaba yo en aquel entonces: la comunicación tiene que cruzar todo un océano, nosotros estamos del otro lado. Y me imaginaba la grandiosidad del Atlántico y sus grandes olas...
Hoy los celulares nos conectan con el mundo entero desde un avión detenido, un barco, un auto o simplemente, la calle.
Son irreemplazables para emergencias, provisión de datos requeridos en las pesquisas o, simplemente, para decirle "buen día" a alguien, porque se nos da la gana.
Pero le tengo miedo a una sola cosa: que en el futuro, al igual que en la historia de Borges de 1979, tengamos que ir a la facultad para aprender el arte de conversar. Es decir: saber escuchar, responder, comprender, estar atento, compartir, interesarse por el otro a través de la palabra hablada, abrir el corazón si es preciso, todo esto con tiempo y sin interrupciones.
En verdad, creo que la solución para los encuentros "cara a cara" es bastante sencilla. Al igual que en los bancos o en las salas de espectáculos, sólo hay que hacer una cosa: apagar el celular (y a no inquietarse: es por un rato, nada más).