La contradicción entre lo que vemos y lo que escuchamos
La imagen de la Presidenta con un presunto ex espía de la dictadura y un gobernador comprometido con la represión de los aborígenes marca los límites del relato oficial
El vértigo de los hechos da un aire de antiguo a lo reciente. Sin embargo, preferimos detenernos, a la manera de una foto que queda congelada, en una situación cuyas implicancias nos interpelan, particularmente por tratarse de un tema de derechos humanos.
En el cuidadoso escenario montado el 25 de mayo para festejar la "década ganada", donde la ubicación de cada personaje no era fortuita, Cristina Fernández aparece flanqueada por el gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, y, algo más atrás, por Gerardo Martínez, secretario general de la Uocra.
Este último representa la infiltración y el espionaje de los movimientos sociales, nada menos que desde la época de la dictadura, y el primero es uno de los responsables, tal vez el más emblemático, de la persecución sistemática de los pueblos originarios en los últimos años, que incluye el asesinato de numerosos miembros de esas comunidades. Esta persecución tiene un sentido preciso: la extensión de la frontera sojera y el acallamiento de la creciente resistencia aborigen en reclamo de mejores condiciones de vida, de reconocimiento de sus tierras y de su cultura.
La imagen de Cristina con Insfrán resulta más impactante porque se acompaña de la sentencia discursiva "a mí nunca me van a ver reprimir".
Lo que ocurre con los pueblos originarios es la expresión más aguda de un fenómeno presente en todo el país: criminalización de la protesta, represión de conflictos sociales, muchas veces con un saldo de muertes, tercerización de la represión a través de la utilización de patotas, sanción de la ley antiterrorista, espionaje e infiltración. Estas realidades tangibles son más graves aún porque el Gobierno, mientras reivindica y coopta a organizaciones de derechos humanos históricas, oculta el papel relevante que ha tenido el movimiento por los derechos humanos, en su conjunto y durante décadas, y utiliza algunos de sus logros como trampolín para adueñarse de esas banderas.
Las fotos o las imágenes tienen el valor de capturar concentradamente un sentido que muchas veces puede no ser el de las palabras que las acompañan. Esta escena –la imagen de la Presidenta rodeada por Insfrán y Martínez–, vista por millones de personas, configura la escisión entre imagen y palabras, la contradicción entre lo que vemos y lo que escuchamos.
Lo que el Gobierno pretende invisibilizar con el discurso funciona como un ataque a la percepción y al pensamiento: lo que se percibe, no es; aquello del orden de la realidad que da señales inequívocas de presencia, no ocurre. Se induce así a la renegación social, que funciona como una operación alienatoria sobre las formas colectivas de la subjetividad. Sus efectos inciden sobre todos nosotros, nos incluyen y les dan también mayor eficacia a las inducciones culpabilizadoras, ya que muchos seríamos responsables de no comprender el proceso transformador en curso.
En este contexto, algunos acontecimientos irrumpen con un efecto de develamiento. Eso es lo que ocurrió, por ejemplo, con la tragedia de Once o las inundaciones, que por su intensidad destructiva y por la reacción de los afectados desnudaron mecanismos de ocultamiento. Algo similar, en el plano de lo simbólico, ocurre con las imágenes a las que nos referimos, que por su contundencia, restituyen legitimidad a nuestra percepción. Lo que ocurre no es pura alucinación: da testimonio de hechos reales y concretos.
Imágenes como éstas ayudan a contrarrestar la desmentida de hechos paradigmáticos por parte del Gobierno y también las frases enredadas con las que algunos intelectuales que lo apoyan parecen tratar de aligerar sus conciencias.
Resulta problemático explicitar ideas como parte de un debate creador y no estereotipado. Nos preguntamos una y otra vez por las razones de esta dificultad generalizada. Al escribir, como al conversar o discutir, aspiramos a un diálogo, a un intercambio. Concebimos la polémica como enriquecedora, porque aporta nuevos elementos que nos interpelan. Pero hoy, el cliché del antagonismo y la descalificación como premisas la obstaculizan, ya que el debate está atravesado por el esquema bipolar de una lógica que reconoce sólo dos posiciones.
Nos produce cierto desaliento constatar que la división en dos absolutos atraviesa la escucha, las lecturas, las interpretaciones.
Algunos sostienen que esto es responsabilidad de todos, "de un lado y del otro". La pregunta es quién es el otro. Para nosotros el discurso del Gobierno es el que trata de hacer "uno" del adversario, atribuyéndole el intento de vuelta al pasado. Es este discurso el que intenta ubicar a la oposición como un único otro, ocultando a sabiendas que hay diferencias, en algunos casos antagónicas, entre esos otros. Éste es un mecanismo intimidatorio hacia los que pensamos diferente, porque no discute con nuestras ideas, sino con las intenciones que nos atribuye y pretende ubicarnos en un lugar que no se corresponde con nuestras acciones ni con nuestras palabras.
En ese sentido, no deja de sorprendernos el monto de narcisismo que se desprende del título elegido para el último documento de Carta Abierta: "Los justos". La autoatribución fundante de este título, de reminiscencias religiosas, otorga a sus autores el poder de dictaminar arbitrariamente que todos los que pensamos diferente pertenecemos a la categoría de los injustos. Con un andamiaje discursivo grandilocuente, el objetivo de este documento parece ser concentrar al enemigo en un periodista.
En un escrito enmarañado en el que sobran palabras para justificar la corrupción, faltan palabras para hacerse cargo de realidades molestas. En el texto los calificativos sustituyen a la explicitación argumental. Se afirma la existencia de una sociedad igualitaria o en camino de serlo, sin mostrar cómo se da esto en el plano de la realidad. Tendríamos que creer, hacer autos de fe de esa supuesta intención, reconocer los méritos del "modelo", y desde ahí, alguna crítica podría ser escuchada. Cualquier otra posición es considerada "destituyente".
¿Denunciar la persecución a los qom es destituyente? ¿Reclamar que la carga impositiva no caiga sobre los asalariados es ser parte de una derecha dominante? ¿Denunciar que la corrupción mata, como en el caso de Once, o que la enunciación de grandes transformaciones nacionales y democráticas no se apoya en hechos concretos, es estar en la agenda de la "corporación"?
Después de un período de bonanza macroeconómica comienza a verse con más fuerza la falta de solución de los problemas estructurales y su correlato en las condiciones de vida y trabajo. Seguramente todos coincidimos en la necesidad de una asignación universal por hijo, pero esto no es lo mismo que una política que tenga como objetivo y dirección terminar con la desocupación estructural, tal como se ha instalado en las últimas décadas, y recuperar el trabajo en su dimensión material y simbólica.
Para Carta Abierta, decir que hay algo que falta sería tolerable, pero afirmar que "lo que falta" no estuvo ni está en el proyecto político del Gobierno parece ser inaceptable y califica a quien lo enuncia como partícipe de la actividad destituyente.
Esta calificación implica un tipo particular de violencia en el plano simbólico, que impone como condición acuerdos casi absolutos y silencio de las diferencias. Con esa posición se obstaculiza la realización de un verdadero debate que defina las acciones y las políticas necesarias para hacer posible un camino emancipador y una sociedad justa.
© LA NACION
lanacionar