La construcción histórica del kirchnerismo, un ensayo a destiempo
La agonía del modelo K posterga desde hace años una reflexión sobre sus orígenes; el país aún transita, exhausto, el epílogo de ese experimento anacrónico
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La supervivencia agónica del kirchnerismo posterga desde hace años una reflexión sobre sus orígenes históricos. Su relato épico disimula una construcción práctica que dice mucho acerca de nuestra cultura política y sus imaginarios históricos. Partamos de su genealogía peronista.
La llegada de Néstor Kirchner al poder fue el producto de su elección como sucesor por Eduardo Duhalde –con los años lo reconocería como “el peor error” de su vida– como dispositivo coyuntural en contra de su por entonces archienemigo Carlos Menem. El gobernador santacruceño era un dirigente bastante desconocido salvo para algunos periodistas locales informados de un alucinante anecdotario de sus gestiones al frente de Río Gallegos, primero, y de su provincia, después.
En sociedad política con su esposa, la senadora Cristina Fernández, tenía diseñado un proyecto “de poder” para las elecciones de 2007. Las cosas se precipitaron vertiginosamente al punto de aparecer en la presidencia perdiendo las elecciones tras la deserción de su rival. La escena de la toma del bastón de mando invertido es un testimonio de ese primer desconcierto convertido en un haber imprevisto aún sobre los rescoldos del “que se vayan todos”.
Informal, por momentos torpe e hiperactivo, actuó con acierto el papel empático del ciudadano indignado ante el “saqueo” de sus predecesores. Logró, así, dotarse de un margen de aceptación lubricado por el sorprendente torrente de divisas por la demanda china de nuestra exportación estelar: la soja. Fue la segunda gran sorpresa de un presidente que parecía tocado por la providencia. Sin pagar deudas –el país recién salió del default en 2005–, su gestión fue lo más parecido a un paseo en el que todo se inclinaba a su favor.
Mientras tanto, el exgobernador ortodoxo –su mejor alumno, según Domingo Cavallo– aplicó sus criterios fiscalistas a la administración de la política heterodoxa heredada de su antecesor, montado sobre su trofeo emblemático: los superávits gemelos. Estos le permitieron subsidiar los servicios públicos y el transporte de la potencialmente explosiva AMBA, a los exportadores agropecuarios e industriales protegidos, restablecer los convenios colectivos con el sindicalismo y hasta diseñar o encuadrar movimientos piqueteros para sortear a los intendentes duhaldistas del GBA en la administración de la pobreza.
Aun así, lo siguió persiguiendo el trauma de su debilidad originaria, recordado por sus cómodos éxitos electorales de 2005 y 2007, aunque bien distantes de los de Menem en los 90. Y que, en medio de un clima antirreeleccionista, a raíz del intento inconstitucional del gobernador de Misiones –abortado por una enorme movilización social, con el obispo Piña al frente, auspiciado por el cardenal Jorge Bergoglio–, lo determinó a inaugurar su propia fórmula perpetuacionista: alternarse en el gobierno con su cónyuge.
Pero la perturbación de su fragilidad siguió persiguiéndolo. La crisis de representación le permitió exhibirse como un dirigente suprapartidario distante de su desprestigiado PJ. Desde el “poder”, se lanzó cooptar “transversalmente” a fragmentos de los detonados partidos. Se hizo, así, de apoyos en la UCR, el Frepaso, el PI y hasta del PC. Por derecha, mientras tanto, siguieron sus carreras políticas peronistas ortodoxos como Aníbal Fernández y el armador radical converso al cavallismo Alberto Fernández. En el Estado descollaron los jóvenes ambiciosos de la UCD incorporados por el menemismo, como Sergio Massa, Ricardo Etchegaray y Amado Boudou.
Hay un dato que suele pasar inadvertido: el día que Menem desertó, se exhibió molesto. Conjeturó que, a la inversa de este, en medio del torrente hiperinflacionario de 1989 y frente a la sombra ubicua de Duhalde, necesitaba virar a la izquierda en procura de aliados como las organizaciones de derechos humanos que ignoró, cuando no lisa y llanamente prohibió, durante sus gobiernos provinciales. Su militancia tangencial “setentista” le permitió desplegar la dialéctica peroniana de conquistar interlocutores diciéndoles aquello que esperaban oír junto con persuasivas partidas de un presupuesto pródigo.
Debió, a continuación, honrar los rituales de esa ya por entonces religión laica mediante sobreactuaciones como descolgar los cuadros de Videla y Bignone como autoridades del Colegio Militar y hasta sustituir el prólogo del Nunca Más de la Conadep, escrito por Ernesto Sabato, por otro de su autoría. También derogó –valiéndole eso un conflicto con su vicepresidente menemista, Daniel Scioli, a quien, desde entonces, él y su esposa redujeron a una suerte de servidumbre política– las denominadas “leyes del perdón” de los 80. Y modificó, en términos indiscernibles a los del riojano, la composición de la CSJ por otra diseñada a su medida, escudándose en el nivel académico de sus miembros.
Terminó, así, actuando con notable pericia ese repertorio estimulado por la sorprendente devoción de ese público exigente que no vaciló en reconocerlo como a uno de los suyos olvidando su pasado ausentista. Honrando ese galardón, el peronista ortodoxo convertido en los 90 al neoliberalismo se apropió del discurso que asociaba a los “desaparecidos” de la última dictadura militar con “los pobres” generados por un “modelo neoliberal”, según esa curiosa elaboración teórica, ejecutado sin solución de continuidad desde 1976. De paso, se apropió de la recuperación económica que, a su llegada al gobierno, ya llevaba un año.
El alejamiento de Roberto Lavagna tras las elecciones de 2005, quien, luego de una osada e incompleta salida del default, le advirtió los riesgos de la alegre dilapidación subsidiaria de su fortuna externa, marcó con sigilo el comienzo de su ocaso. El abandono de las “metas de inflación” fue motivando el retorno sutil del flagelo aparentemente sepultado por la convertibilidad. Y su joya macroeconómica –los “superávits gemelos”– empezó a crujir.
Fue el tercer desconcierto de Kirchner, que, aun durante el gobierno de su esposa, pretendió seguir redoblando su acendrado voluntarismo: antes, interviniendo en 2007 el Indec, y un año más tarde, mediante la memorable resolución 125 de “retenciones móviles” a la exportación de soja. Tras un dramático conflicto de varios meses con el sector agropecuario –que el vicepresidente de su esposa cerró laudando en su contra–, el retorno inflacionario reveló el síntoma de una enfermedad profunda: la falta de reinversión desde fines de los 90 y de ocupación plena de la capacidad ociosa generada por la recesión de 1998-2002, a lo que se sumaron las exigencias del pago de la deuda, pese al recorte unilateral del 70%. Desde entonces, y más allá de las oscilaciones de la crisis internacional de 2008 y la breve recuperación de 2010-2011 –en cuyo transcurso falleció amargado, pergeñando retornar al gobierno– el kirchnerismo estuvo marcado por el estancamiento.
Un balance provisorio, siguiendo esta delimitada línea argumental, daría cuenta de una deriva en principio imprevista: ilusión tardía del retorno a la economía semicerrada de la segunda posguerra recorriendo su mismo derrotero aunque sin el músculo de un Estado potente como el de los años 40. Su saldo más emblemático lo coronó el redistribucionismo perfeccionado por su sucesora rodeada de la guardia juvenil “setentista” que Kirchner siempre concibió como adventicia. Y una ciudadanía social de calidad tan empobrecida como el horizonte aspiracional de sus beneficiarios. El país aún transita exhausto a trece años de su muerte el epílogo de ese experimento anacrónico.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos