La Constitución es la mejor defensa contra la anarquía
En artículos anteriores, del 3 de mayo y 6 de septiembre, publicados en esta misma sección, alertamos, en el primero de ellos, sobre las dificultades de una larga transición política, consecuencia del sistema de las PASO que alteró previsiones de la reforma constitucional de 1994 (art. 95 de la Constitución nacional) que tenían por objeto evitar hiperinflaciones como las sufridas en la etapa final de la presidencia de Alfonsín y durante casi dos años del gobierno de Carlos Menem, acortando los tiempos de las elecciones a 60 días de la entrega del mando presidencial para la primera vuelta y a 30 días en caso de un balotaje entre las dos fórmulas más votadas. También tomábamos en cuenta el grado de angustia y sufrimiento que existía en la ciudadanía por la creciente inflación aunada a una gran crisis cambiaria provocada por la prolongada sequía que afectó el país, y el crecimiento extremo de la pobreza por falta de crecimiento en más de una década. Como hecho positivo cabe valorar que la hiperinflación no se desencadenara todavía, por la fortaleza actual del sistema bancario, por acciones puntuales del Gobierno y de la responsabilidad empresarial y sindical, que permitieron cierto control de la coyuntura.
En el segundo de ellos nos referimos a las políticas parlamentarias en el proceso poselectoral, centrándonos en la necesidad de compatibilizar algunas propuestas, muy genéricas que no detallan los modos de su instrumentación, con la necesaria intervención del Congreso Nacional para implementarlas, con la mención puntual de las normas y los procedimientos concretos previstos en ella. Al final de ese artículo recordamos la importancia de la institución del jefe de Gabinete de Ministros, en el régimen de la reforma constitucional de 1994, que tiene a su cargo la relación entre el presidente y el Congreso, y es el encargado de la administración general del país según las facultades que le otorga el artículo 100 CN, que además cuenta con flexibilidad para negociar la implementación de los programas electorales en el interior de las coaliciones de gobierno y de los demás partidos representados en el Congreso.
En la solicitada publicada en este diario el 20 de septiembre, que impulsamos junto a Bernardo Saravia Frías, reafirmamos el valor de votar por la Constitución, contando con la firma –y luego por adhesión– de unos mil profesionales del derecho, de diversas especialidades, entre ellas las de importantes personalidades políticas y académicas, provenientes de diversos partidos o de filiación independiente, que concluía diciendo: “La Constitución nacional es mucho más que un texto histórico. Es el marco para el desarrollo, para nuestro futuro. Bienvenidos el debate político y todas las propuestas. Pero todo dentro de la Constitución, nada fuera de ella”.
Este valor cobra mayor sentido con posterioridad a los acontecimientos que se desencadenaron luego de conocerse los resultados de la primera vuelta electoral. Cada vez parece más necesario conocer cómo se desenvolverá un futuro gobierno nacional, en función de las dos propuestas a las que se reduce la segunda vuelta. Aun no conocemos sus planes de gobierno, ni cuáles son los instrumentos legales para implementarlos. Tampoco la evaluación de cómo se arribará a mayorías necesarias en las cámaras del Congreso, cuya integración parcial determinó la primera vuelta. Ello genera mayor desconcierto, malestar, enojo o indiferencia en la ciudadanía, y puede ocasionar nuevas situaciones poco previsibles acerca de resultados de la segunda vuelta, que pueden trasladarse al frágil ámbito cambiario y financiero. El 9 de diciembre concluyen las sesiones ordinarias del Congreso y probablemente este año, por la asunción de la nueva presidencia y de la integración de las cámaras el 10 de diciembre, parecería bastante aconsejable que reuniones informales vayan preparando, con urgencia, la conformación de los bloques y de las principales comisiones. Las propuestas de suscitar un drástico cambio desde los inicios de un nuevo gobierno están, por ahora, lejos de contar con los instrumentos institucionales para comenzar a realizarlos.
Están ocurriendo nuevas realidades políticas, surgidas por razones de coyuntura, como la creación de un bloque opositor al actual gobierno integrado por una decena de gobernadores electos (no sería extraño que suceda además entre gobernadores justicialistas con mucho entrenamiento en lides de anteriores crisis económicas), que pueden ser muy beneficiosas para la confección de un plan de desarrollo federal. Como lo anticipamos en el segundo artículo citado, las bases del sistema impositivo luego de la reforma de 1994 dependen de acuerdos de coparticipación Nación/provincias; pasó el dominio originario de los recursos naturales a las provincias, pero requiere acuerdos con el gobierno nacional si abarca a varias de ellas o de obras públicas mayores. Quizá ahora las regiones económicas y sociales ya creadas puedan tener mayor incidencia en un plan de desarrollo si a la vez se dicta una ley nacional en la materia con incentivos fiscales.
El Congreso tendrá mucho trabajo por hacer, no solo por tratar el presupuesto nacional, la ley de ministerios, las reformas al régimen aduanero y de exportaciones, el rol y estructura del Banco Central para el control de la política monetaria, las medidas en materia de deuda interna y externa (por ejemplo, Leliq dixit), el régimen monetario (la dolarización poco posible), las fuentes de energía, etcétera, sino por temas no directamente económicos pero con gran incidencia, como la educación pública estatal y la autonomía de las universidades, lo atinente a la organización de los sistemas de trabajo y la inteligencia artificial, la creación o supresión de empleos, lo atinente al Consejo de la Magistratura y al Ministerio Público para contar con buenos jueces y fiscales, entre otros atribuidos por la Constitución al Congreso o concurrentes con las provincias.
Se requerirá de mucha pluma fina en los cambios y cuidadoso equilibrio en detalles. Porque detrás de todos ellos hay muchos millones de personas, especialmente en graves situaciones de pobreza estructural o en indigencia, que requieren de equipos de gobierno estructurados y coordinados. Bastará que se desencadene el proceso de hiperinflación, o reformas irreflexivas que afecten a planes o comedores populares, para que pueda generarse una violencia social difícil de controlar.
Está latente no un proceso revolucionario sino una eventual anarquía. Y nuestro país tiene antiguos recuerdos. La Constitución liberal de 1853/60 comenzó a cerrar un ciclo de anarquía territorial que se remontaba a la década de 1820. Todavía en la “semana trágica” en la segunda década del siglo XX se luchó contra la anarquía sindical. La reforma de 1994 cerró ciclos de gobiernos de facto –o alternados con gobiernos constitucionales–, abiertos desde el año 1930. La Constitución modernizada en 1994, con amplios acuerdos políticos que la sustentaron, y el proyecto político, económico y social que deriva de sus normas son la mejor defensa contra un eventual rebrote anárquico (peor al insinuado en 2002), si no media mucho cuidado en lo que debe hacerse.ß