La conquista de los fondos submarinos será el último desafío de la humanidad
Científicos, militares y grupos industriales se preparan para la batalla de las profundidades abismales, uno de los principales escenarios de la confrontación geopolítica, tecnológica y económica del futuro
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Esta guerra invisible y casi silenciosa, por el momento, solo es detectada por sonares ultrasofisticados e instrumental electrónico capaz de penetrar varios centenares de metros bajo la superficie de los océanos. Pero esos esfuerzos tropiezan con importantes obstáculos técnicos a partir de 4000 metros bajo el nivel del mar. Por eso, desde hace años, científicos, militares y grupos industriales multiplican sus esfuerzos a fin de prepararse para la batalla de las profundidades abismales, que será uno de los principales escenarios de la confrontación geopolítica, tecnológica y económica del futuro.
La atracción que ejerce el azul profundo empezó mucho antes de que el capitán Nemo, a bordo del Nautilus, inflamara la imaginación popular en 1869 con Veinte mil leguas de viaje submarino. Julio Verne retomó hasta el nombre del sumergible que había creado en 1800 el ingeniero norteamericano Robert Fulton, cuando le propuso a Napoleón Bonaparte romper el bloqueo naval inglés con un buque capaz de navegar debajo el agua. Desde entonces, excitadas por los últimos descubrimientos, grandes potencias y gigantes de la industria minera perfeccionan las tecnologías que permitirán explotar los inmensos recursos vegetales y minerales que descansan desde hace millones de años debajo del lecho submarino (petróleo, gas, hidrato de metano, carbón, manganeso, uranio, platino, cobalto, tierras raras y diamantes, entre otras riquezas).
La iniciativa internacional Seabed 2030 aspira a escanear la totalidad de la superficie oceánica antes del final de este decenio. Hasta ahora, solo se conoce el 21% de los 361 millones de km2 recubiertos por las aguas, un territorio dos veces más extenso que la superficie terrestre. “El mundo tiene los ojos elevados al cielo y se encandila con la exploración del espacio cuando el desafío supremo de la humanidad consiste en conquistar la última frontera desconocida de la Tierra: los fondos oceánicos. Para la historia del hombre, representa un objetivo tan excitante como la conquista del cerebro”, afirma Erwann Lagabrielle, geógrafo del Instituto de Investigación y Desarrollo de Durban (Sudáfrica). Ese escenario casi infinito de investigación científica, explotación de recursos y proyección de potencia militar ofrece posibilidades que –con los recursos de la tecnología actual– pueden resultar más accesibles y más económicos que las aventuras espaciales.
Las profundidades extremas podrían convertirse en una fuente esencial de proteínas para el planeta, pues se trata de zonas que conocen pocas variaciones de temperatura. Para alimentar los 10.000 millones de habitantes previstos para 2050, será imposible ignorar los aportes de la pesca y la vegetación submarina que existen en las capas superiores del mar. Esa franja, a la cual no llega el sol, situada entre los 500 y los 1000 metros de profundidad, es el reino de calamares gigantes, familias de medusas, bacterias, peces de misteriosa biología y 10.000 especies de algas y otros vegetales que en el futuro formarán parte del alimento cotidiano de los terrestres. Allí, con presiones de 100 atmósferas (cien veces superior a la que existe a nivel del mar), habitan entre 1000 y 20.000 millones de toneladas de peces, volumen 20 veces superior a la población ictícola de las zonas superficiales, según la revista Nature.
El dark sea es sobre todo el laboratorio clave de procesamiento de dióxido de carbono y de la cadena de transformación de la materia orgánica. Sin este universo oscuro, denominado Twilight Zone (zona crepuscular), no existiría la vida. “El océano es el segundo pulmón del planeta”, explica el científico británico Chris Bowler, coordinador de la fundación Tara Ocean. La mala noticia es que solo el 2% de ese enorme tesoro ecológico está protegido por acuerdos internacionales.
Los militares, por su parte, también empiezan a considerarlo un escenario estratégico de primera importancia. El interés –y el peligro– reside en que esa masa líquida es impenetrable para la observación satelital. A partir de 2800 metros de profundidad, el agua de mar extingue rápidamente toda fuente luminosa –de rayos láser u otra señal electromagnética– y atenúa las huellas acústicas de los sumergibles en navegación. Para corregir esa miopía, Francia botará un robot capaz de descender a 6000 m, lo que permitirá acceder al 97% de los fondos marinos, según Laurent Louvart, del servicio oceanográfico de la marina. La mayoría de esos proyectos operan bajo la cobertura de misiones cartográficas. En el caso de Estados Unidos, el buque autónomo Sildrome Surveyor acaba de sondear 22.000 km2 de fondos entre Hawai y San Francisco, y la empresa Ocean Infinity posee un enjambre de drones submarinos capaces de operar a 6000 m durante tres días. China acaba de enviar su nuevo sumergible habitado Fenduzhe al Challenger Deep, el punto más profundo explorado hasta ahora de la fosa de las Marianas, ubicado a 10.909 metros de profundidad.
Detrás de las apariencias científicas de la mayoría de esos proyectos se disimula la ambición de grandes monopolios internacionales interesados en explotar los recursos infinitos que ofrecen los fondos submarinos. “El fondo del mar atesora increíbles depósitos de sulfuros ricos en oro, cobre, zinc, cobalto, níquel, platino, manganeso y otros 17 metales que forman las codiciadas tierras raras que permitirían responder a la voraz demanda del actual proceso de transición energética”, afirma Branley Murton, del National Oceanography Centre de Southhampton.
La explotación de esos recursos plantea graves interrogantes porque el proceso de extracción crearía una contaminación capaz de exterminar una de las últimas reservas biológicas que han sobrevivido penosamente a la invasión de desechos plásticos y químicos.
Más inquietante es la militarización del océano, que transformó los fondos marítimos en campo potencial de batalla. Todas las grandes potencias poseen submarinos de propulsión nuclear, artillados con proyectiles atómicos estratégicos, que se desplazan sin alertar los sonares enemigos –con un ruido de motores equivalente al que produce un cardumen de langostinos– y son capaces de navegar 70 días sin salir a la superficie. El Suffren francés, incluso, puede proyectar un comando de hombres rana para atacar infraestructuras enemigas o reparar instalaciones destruidas en el fondo del mar. Una de las grandes pesadillas es la amenaza de un ataque terrorista contra la red de 1000 millones de km de cables submarinos que aseguran el 96% de las comunicaciones por internet. Esa vulnerabilidad extrema será paliada con las constelaciones de satélites de órbita baja que están lanzando Elon Musk, Jeff Bezos y otros magnates de Silicon Valley. Pero eso solo aleja una parte del peligro. El submarino ruso Belgorod transporta drones submarinos Status-6 Poseidon dotados de armas nucleares que pueden desencadenar un tsunami capaz de borrar del mapa varias ciudades costeras. Los rusos también utilizan belugas con material electrónico injertado para merodear en el Mar del Norte cuando navegan los buques de la OTAN. Para no quedar rezagado, Estados Unidos construye los drones Orca, definidos como superpredadores submarinos, y China no oculta que posee una flotilla de robots HSU001 y otros en forma de peces conocidos con el nombre de “tiburones asesinos”.
Desde el origen de los tiempos, el mar fue siempre un escenario portador de inquietudes, pero esta vez la ampliación del dominio de la confrontación al abismo submarino amenaza con arrastrar al hombre –sin juego de palabras– a un riesgo cada vez más profundo y más peligroso.
Especialista en inteligencia económica y periodista