La confianza de Macri, el desconcierto de Scioli
Aunque la crisis de representatividad jaquea a todos, hoy el partido más viejo y el más joven, la Unión Cívica Radical y Pro, han logrado una alianza policlasista que podría revivir nuestro sistema político y representarnos mejor
Hace un año y medio, en abril de 2014, muchos creímos necesaria la constitución de una coalición o frente electoral formado por dos fuerzas que por entonces no parecían demasiado afines: Pro de Mauricio Macri y el frente de centroizquierda UNEN, en el que participaban la Unión Cívica Radical y la Coalición Cívica de Elisa Carrió. Se trataba de buscar un contrapeso y una alternativa frente al peronismo hegemónico, que pudiera batir a éste en sus propios reductos, tanto discursivos como territoriales. Debía ser policlasista, opuesto a la formación amigo/enemigo de los populismos y ajeno a toda violencia institucional. Hasta nos atrevimos (más bien como una expresión de deseos) a formular un programa mínimo de gestión de gobierno. Los casi obvios modelos en el mundo eran, con sus luces y sombras, la Concertación chilena para un régimen presidencialista y la Gran Coalición alemana para un régimen parlamentario.
No reivindicamos el derecho a la originalidad, sabíamos que muchos dirigentes pensaban lo mismo o algo parecido: sólo faltaba hacerlo público. Corrió bastante agua bajo los puentes. Hubo negociaciones internas y tempestuosas; no hay que olvidar que en aquellos días estaba de moda la expresión: "Mi límite es Macri".
Merece destacarse la firmeza del presidente de la Unión Cívica Radical, Ernesto Sanz, que en la Convención de su partido en Gualeguaychú batalló y obtuvo la adhesión a la ampliación de la voluntad coalicionista. Finalmente quedó constituido Cambiemos, el nuevo frente que abarcó a los actores citados, que ocupó el segundo lugar en las PASO y que eligió a Mauricio Macri como su candidato presidencial.
Ahora, ya disputada la primera vuelta de las elecciones, esta nueva coalición –contra la mayoría de pronósticos y encuestas– se ha convertido en la estrella del escenario político, en especial por dos motivos: primero, porque Macri pasó con holgura a la segunda vuelta, en la que asoma como favorito a pesar de haber quedado dos puntos por debajo de Daniel Scioli, su rival oficialista. Y segundo, porque la extraordinaria victoria de María Eugenia Vidal, la candidata de Cambiemos, en la lucha por la gobernación de la provincia de Buenos Aires, la más poblada del país (un 38% del total), ha sido un duro e inesperado golpe en el corazón mismo del poder peronista, que retuvo ese distrito durante los últimos 28 años.
Se han visto, estos días, expresiones felices en los rostros de la gente. La jornada del domingo 25 parece haber alegrado a muchos porteños y los saludos y felicitaciones mutuas fueron moneda corriente en las calles. Claro que el barrio en que vivo (y multiplico estas experiencias) es Caballito, un espacio emblemático de la clase media, y los testimonios que brinda son inevitablemente parciales. Sólo si sumamos los auspiciosos efectos de la irrupción de María Eugenia Vidal en las villas y asentamientos precarios del conurbano o en las áreas de la provincia afectadas por inundaciones o en las casas de los vecinos de Tandil o Pergamino o Pehuajó castigados por la inflación y la apretada fiscal, podremos suponer que algo se ha desarticulado, se ha empezado a diluir en el aparato de poder que dominó nuestra mayor provincia en las décadas pasadas.
¿Podría decirse que el país está entrando en una situación de fin de ciclo, como se ha insinuado en algunos comentarios de estos días? ¿Resulta lícito comparar esta euforia con aquella otra que nos invadió en 1983, con la recuperación de la democracia y el triunfo de Raúl Alfonsín en las primeras elecciones después de la dictadura militar? No hay que exagerar. Apenas hemos compartido un episodio electoral, de gran importancia pero sin dictadura ni represión armada a la vista. Un episodio, sin embargo, que ha tenido la virtud de silenciar, quién sabe por cuánto tiempo, el maltrato a los adversarios, el inútil intento de encasillar y etiquetar a los que no piensan igual, las cadenas nacionales que generan el imposible diálogo de uno que habla y otro que debe limitarse a escuchar.
Empieza ahora una nueva etapa, cuatro semanas que van de la primera vuelta al ballottage, y con sólo dos rivales frente a frente: Mauricio Macri y Daniel Scioli. Advertimos, en esta contienda final, una pequeña ventaja en números para Scioli, generados por la primera vuelta de las elecciones presidenciales, y una enorme ventaja psicológica para Macri, que parte con el ímpetu y la confianza que dan la victoria en la provincia de Buenos Aires y el hecho de haber dado vuelta las encuestas, logros simétricamente opuestos a un evidente desconcierto en el campo sciolista.
Esta renovación de autoridades democráticas se realiza con el fondo de una crisis de representatividad de los partidos políticos en todas partes del mundo. Los extremismos racistas, la antipolítica y el cualunquismo campean por sus fueros.
Nosotros no estamos mucho mejor: la mayoría de los partidos políticos reconocidos legalmente son cáscaras vacías, aparatos electorales que se ponen la ropa de trabajo cada dos años, para volver enseguida a la hibernación. El peronismo y su expresión política, el Partido Justicialista, parecen ser la excepción, debido a su despliegue territorial y la ocupación de los principales espacios de poder, nacionales y provinciales, pero también padece de fragmentación e inflación electoralista. Nos quedan el partido más viejo y el más joven, la Unión Cívica Radical y Pro, cada uno con sus peculiares dificultades, pero que han decidido reunirse en una alianza que podría revivir nuestro sistema político y representarnos mejor.
Hay que esperar el 22 de noviembre con tranquilidad y esperanza. El candidato de Cambiemos súbitamente se ha convertido en favorito para ganar la presidencia, aunque falta por recorrer un arduo trecho. Su victoria, con la mano tendida hacia Sergio Massa, el joven y valiente tercero en discordia, podría implicar la construcción de un nuevo bloque histórico, orientado hacia el futuro. El justicialismo, mientras tanto, tendría la oportunidad de reorganizarse y renovar su jefatura.
Escuché complacido una declaración de Mauricio Macri de estos últimos días, en la que saludaba a "los que lo habían votado sin pensar que era su mejor alternativa". Se proponía llegar a serlo "con su trabajo y esfuerzo". Así, con respeto para sus votantes y sin ofender a sus rivales ni ocuparse innecesariamente de ellos, se puede dar un paso adelante.