La comunión en la boca, o los ritmos desconcertantes de la Iglesia
…lo que hemos tocado con nuestras manos
acerca de la Palabra de Vida (1 Jn. 1, 1)
Hoy sabemos cosas que antes no se sabían. Estos conocimientos nuevos imponen modificaciones a las costumbres. La pandemia que hemos atravesado puso de relieve cuestiones que son materia de debate. Al respecto, hay cosas que ya estaban claras desde el siglo XIX, gracias sobre todo a Louis Pasteur: por ejemplo, que hay organismos vivos que nos habitan o visitan, algunos de los cuales son benéficos y otros muy perjudiciales. A Pasteur le costó que sus propios colegas, en el microscopio, los reconocieran. Siempre lo nuevo es desconcertante. Esto también es aplicable a la Iglesia. Pero cómo le cuesta a ella adaptarse en algunos asuntos.
Durante la pandemia, en las ciencias se revisaron infinidad de temas, acerca de los cuales hubo discusiones y polémicas. Ahora bien, en lo que todos coincidieron fue en que el peligro de contagio estaba en la boca y había que taparla. Ante esto, en la Iglesia, hubo recomendaciones universales y locales que indicaron que se debía preferir la comunión en la mano. En Buenos Aires, ya había ocurrido cuando el cardenal Bergoglio, en ocasión de la gripe A, decidió que la comunión se recibiera en la mano. Es obvio que aquella medida y que las sugerencias durante la pandemia han estado apoyadas en la certeza de que la costumbre de comulgar en la boca es antihigiénica y riesgosa. No se ve ninguna razón para volver a dicha costumbre “pasado el peligro”. Porque el peligro no es privativo del coronavirus.
Todo aconseja suspender la práctica de la comunión en la boca.
A lo largo de dos mil años, casi no hay en la Iglesia costumbre que no haya revestido multitud de formas; también la manera de comulgar. Épocas hubo en que la Eucaristía era llevada a los enfermos después de la misa, y lo hacían los niños, cuya inocencia y pureza eran entendidas como apropiadas para ese propósito. Hoy sería un escándalo; pero tenemos niños mártires por defender lo que portaban. En otros tiempos, muchos fieles guardaban panes consagrados en sus casas, o los llevaban consigo. Contrariamente, hubo épocas en que muy pocos fieles comulgaban, y algunos lo hacían hasta con lapsos de años, por lo que el Concilio cuarto de Letrán, en 1215, estableció la obligación de comulgar al menos una vez al año… Nada de esto es inamovible.
Quizás la Iglesia debería profundizar el diálogo con las ciencias. Es un asunto en el que a veces aparecen contradicciones. En el caso del aborto, por ejemplo, cuando algún cristiano, o incluso la Iglesia institucionalmente, tiene que debatir con un no creyente, apela a la ciencia. Volviendo a lo que dice la ciencia acerca de los virus que se contagian principalmente por la boca, se podría preguntar: ¿Qué puede pasar si un sacerdote o un ministro mete sus dedos en la boca de una persona infectada? ¿Qué puede pasarle a ellos y a las personas a las que les meten los dedos después? Probablemente nada. Probablemente un contagio. Esta sola posibilidad hace inviable la comunión en la boca. No se puede ser cientificista para el aborto y terraplanista para las infecciones.
Es verdad que hay estudios que explican que, para un contagio, deben producirse y movilizarse en el aire las microgotas de saliva (droplets). Son estudios serios. Pero son pocos, y especialmente citados por médicos católicos que apoyan la práctica de la comunión en la boca. También hay estudios en contario. De todos modos, hay que decir que en el momento en que un fiel abre la boca, o dice “amén”, es difícil pensar que las microgotas de saliva no estén ya en el aire.
Y aquí es donde uno se pregunta en qué realidad está situada la Iglesia; la Iglesia en general y las iglesias locales, a las cuales hay que subrayar en la actualidad, ya que el papa Francisco ha puesto a toda la Iglesia en estado de discernimiento, y es de prever que luego del sínodo al que ha convocado hará que la mayoría de las cuestiones queden en manos de las iglesias locales. Lo que asombra es la ausencia de reacción. Ante esa ausencia de comunicación institucional, las cuestiones se resuelven privadamente. Y está bien, porque urge tomar decisiones. ¿A nadie se le ha ocurrido que algunas de las más de cien mil personas muertas por coronavirus en la Argentina se hayan contagiado por comulgar en la boca? ¿Alguien podría jurar que esto no ha ocurrido?
La forma de recibir la comunión es un tema sensible y que requiere comprensión y respeto. Muchas de las personas que prefieren comulgar en la boca han sido educadas en esta preferencia. Una buena predicación ayudaría para orientar la sensibilidad en el sentido que ahora parece el apropiado. Una de las cosas que más entorpece la reorientación de la costumbre de la comunión en la boca no procede tanto de una forma de reverencia al Cuerpo del Señor (aunque la haya, pero dejando en claro que no será mayor que la de quienes comulgan con la mano), cuanto de una sacralización hipertrofiada del clérigo, al que se considera como único apto para tocar las especies consagradas. Esto incluso se ve en la resistencia de muchos de estos fieles para comulgar con los ministros de la Eucaristía que no son sacerdotes. Hay que tener presente que la unción de las manos del sacerdote es algo que está en referencia a la consagración y no en orden a la distribución de la Eucaristía, que puede hacerla cualquier laico. Al lado de esta sacralización hipertrofiada del clérigo, está la convicción de muchísimos laicos que han sido instruidos erróneamente para tenerse por indignos de tocar con sus propias manos el Cuerpo de Cristo.
La comunión en la boca es una norma general, confirmada por la Santa Sede en la Instrucción Memoriali Domini, de 1969, y que admite la posibilidad de la comunión en la mano, que, según los procedimientos de la ley, no puede, por su propia naturaleza, convertirse en norma general. Aquí es donde la simplificación intelectual de los especialistas produce una complicación que debe ser despejada: no se puede seguir pensando, así como así (¿en nombre de qué?), como en 1969, cuando de lo que se trata es de una norma general que hoy entra en colisión con algo más importante: un principio general, que es el del derecho a la salud y la vida. Una norma general se dispensa o modifica; un principio general no. Lo razonable es precisar cuál es hoy la ley justa. Claramente se trata de una norma general (algo que está lejos de ser un dogma de fe) que debe ser modificada.
Pasteur arrojaba volantes en París pidiendo a los franceses que se lavaran. Durante siglos, parte de Europa no entendió la importancia de la higiene para la salud. La Iglesia, que vive en la cultura de su tiempo, ha participado de estas desventuras. También de los hallazgos afortunados, de los que ha aprendido. No obstante, a veces, los tiempos de la Iglesia son desconcertantes. Habrá que apurar el aprendizaje de aspectos referidos a la higiene y la salud.
No se trata de algo tan difícil de entender. Por ejemplo, tomar mate en grupo es una costumbre muy linda. Ya no se puede hacer compartiendo la misma bombilla. El mate no es sagrado; la Eucaristía sí. Usar la misma bombilla para tomar mate en grupo es peligroso y es algo que se debe abandonar. La comunión en la boca también se debe abandonar ya que es riesgosa y no es, de por sí, algo sagrado.
El autor es sacerdote