La compleja relación entre déficit, gasto e inflación
"Una política monetaria restrictiva mientras el gasto público crece tiene un efecto perverso, ya que contribuye a reducir al sector privado", explicaba el economista Armando Ribas pocos meses antes de la devaluación de marzo de 1981. El comentario no ha perdido actualidad. La decisión del Gobierno de modificar su estrategia antiinflacionaria ha generado muchas críticas. Para algunos analistas significa el triunfo del keynesianismo de un ala de Cambiemos sobre la ortodoxia de la cúpula del Banco Central. En realidad, la disyuntiva no es entre inflación o crecimiento. El verdadero dilema es si para reducir la inflación se ajusta el sector público (donde se origina) o el sector privado (que sufre sus consecuencias). La segunda resulta más viable políticamente, pero siempre termina mal.
Desde diciembre de 2015, el Gobierno adoptó una política fiscal expansiva y una política monetaria restrictiva. Esta combinación de políticas era inconsistente y previsiblemente inefectiva para reducir la inflación. Lo óptimo hubiera sido reducir simultáneamente el gasto público, el déficit fiscal y la emisión monetaria. Con esta receta nuestros vecinos lograron reducir rápidamente la inflación a un dígito. El problema surge cuando es inviable políticamente reducir el déficit y el gasto público, como argumenta hoy el Gobierno.
Frente a esta situación es importante recordar algunas verdades. En primer lugar, cuando aumenta el gasto público en términos reales lo hace a costa del sector privado, por lo que indefectiblemente cae la productividad de la economía, que es la fuente del crecimiento sostenido. También cae el tipo de cambio real, ya que ese aumento afecta la estructura de precios internos a favor del sector productor de bienes y servicios no comerciables, y, además, bajo un régimen cambiario como el actual y un alto endeudamiento externo deprime el tipo de cambio nominal. Y este efecto es mayor si las altas tasas de interés locales atraen capitales especulativos del exterior, como efectivamente ha ocurrido.
Es decir, la inflación resultante del descontrol fiscal no es neutra, sino que provoca un cambio en los precios relativos de la economía, es decir, altera su estructura productiva. Mientras durante 2017 el índice de precios al consumidor aumentó el 24,8%, el índice de precios básicos del productor aumentó 17,9%. El primero refleja mayormente la evolución del precio de los bienes y servicios no comerciables, mientras que el segundo muestra la del precio de los bienes y servicios comerciables. Es decir que, en términos relativos, internamente perdió posiciones el sector que genera los dólares necesarios para pagar la creciente deuda externa. Además, como el dólar se depreció solo 11,9% durante el año, este sector también perdió competitividad internacional.
La relación entre déficit, gasto e inflación es compleja y depende de varios factores. Por ejemplo, tanto Brasil como Bolivia tienen un déficit superior al de la Argentina y una inflación inferior al 5% anual. Por otro lado, un déficit alto cuando el gasto público es relativamente bajo (el caso de Colombia) no es tan malo como cuando este alcanza casi 50% del PBI. Este es el caso de la Argentina, donde además el nivel de ahorro de la economía es bajo y, por ende, la capacidad del sector público de endeudarse en moneda local a largo plazo también es baja. Es decir, el peor de los mundos.
Una inflación alta y persistente es evidencia de que subsiste un sistema económico populista que, entre otras cosas, niega la restricción presupuestaria no solo del Estado, sino también de la economía en su conjunto. Cuando un país consume más de lo que produce (o invierte más de lo que ahorra) no le queda otra opción que endeudarse con el resto del mundo, lo cual se evidencia en un déficit en su cuenta corriente. Pero el endeudamiento indefinido para financiar ese "desahorro" no es sostenible a menos que sirva para aumentar la capacidad productiva de la economía.
Gracias al populismo, desde 2009 la Argentina tiene un déficit de cuenta corriente creciente debido al "desahorro" también creciente del sector público, es decir, el déficit fiscal. Y este a su vez es consecuencia de: a) que entre 2008 y 2017 el gasto público en dólares aumentó a "tasas chinas" (casi 10% anual acumulativo) y b) una presión impositiva que aunque excesiva es insuficiente para financiarlo.
Frente a este desahorro público, el sector privado debió ajustarse ahorrando más de lo que invertía (que para empezar ya era poco). Pero si las empresas invierten menos inevitablemente la economía crece menos. Desde 2009, el "ajuste" anual del sector privado significó, en promedio, al menos 2,5% del PBI. Y si a esto se le agrega el impacto negativo sobre la productividad del enorme gasto público y de una estructura impositiva pesada e ineficiente, no debe sorprender el pésimo desempeño de la economía argentina durante este período: a nivel regional es la que exhibe menor crecimiento de su PBI per cápita.
La otra manera de ver el problema es que para financiar este fenomenal desahorro fiscal el gobierno de Cristina Kirchner primero confiscó las jubilaciones (es decir, el ahorro privado) y luego se "comió" las reservas del Banco Central, mientras al mismo tiempo recurría a la emisión monetaria. Esta receta nos llevó a una inflación creciente (negada con índices falsos). El gobierno de Macri salvó este sistema de su colapso al negociar con los holdouts y abrir la puerta al financiamiento externo. Así fue como los inversores extranjeros se convirtieron en la nueva "caja" del populismo argentino.
Como bien alertó Ribas en 1982, para salir de la trampa populista hay que reducir "el nivel del gasto real del Estado, que es la única forma en la cual la reducción de la tasa de inflación contribuye a incrementar la productividad de la economía. Toda política que tienda a reducir la tasa de inflación vía una transferencia de recursos de los sectores productivos a los improductivos es necesariamente autoderrotada". Más claro, agua.
Economista