La cohesión social en tiempos de pandemia
Uno de los mayores desafíos que me he encontrado como profesor de Ciencia Política es el de explicar a los estudiantes la importancia de la cohesión social. Es una idea tan evidente, tan intuitiva, que parece innecesario planteamos en qué consiste exactamente, cómo se articula, qué pasaría si no la hubiera. ¿Acaso a alguien se le ocurriría cuestionar que una sociedad cohesionada es mejor –para sí misma, como mínimo– que una comunidad agrietada? Parece una perogrullada, y seguramente lo sea. Pero, como dijo uno de los intelectos más potentes que escribió para este diario en los últimos 150 años, el madrileño José Ortega y Gasset, "ahora no vaya a resultar que encima de decir perogrulladas las digamos sin entenderlas".
Como todas las grandes crisis, esta del coronavirus nos lanza a los analistas a la carrera por sacar conclusiones, adivinar escenarios de futuro, adelantar los grandes cambios que dejará este trance sobre nuestras vidas, individuales y colectivas. Las más de las veces, conclusiones precipitadas, porque es conocido que no vivimos tiempos propicios para la reflexión serena, sin prisas.
Sé por Jaime Millonschik que los pueblos acostumbrados a grandes desastres sísmicos han desarrollado un saber milenario: ante un terremoto es perentorio quedarse uno quieto, bajo el dintel de la puerta. Solamente después, pasado el sismo, llegará el momento de asomarse, de salir a ver qué ha ocurrido, de hacer inventario de daños.
Avanzar desde el comienzo de este sismo vírico qué nos quedará al final, hacer ese inventario de daños y aprendizajes mientras el terremoto se está produciendo, parece tarea más propia de oráculos que de analistas sociales.
No obstante lo anterior, algunas consecuencias y cambios ya están teniendo lugar. Para detectarlas no es necesario volar con la imaginación hacia el futuro, sino observar a nuestro alrededor, en el presente, los hechos. Y de lo que está ocurriendo, la primera conclusión que podemos sacar se puede formular de la manera más simple: nos necesitamos los unos a los otros. Otra perogrullada, sí. O simplemente la misma de antes, porque cohesión social no es sino el reconocimiento de que nos necesitamos los unos a los otros, la estabilización en el tiempo de esa necesidad mutua. Es solo que en tiempos de paz nos necesitamos de una manera, y en tiempos de crisis nos necesitamos de otra: más urgente, más inmediata, más apremiante.
Desenredemos, pues, el significado de estas perogrulladas: ¿qué significa que nos necesitamos los unos a los otros? ¿Quién necesita a quién? La respuesta, maximalista pero no por ello menos cierta, es que nos necesitamos todos a todos.
Necesitamos a los jóvenes. Aunque los efectos del virus sobre sus cuerpos sean generalmente más leves, necesitamos que se cuiden por los demás, cortando la cadena de contagios.
Y necesitamos a los ancianos. Queremos que se cuiden para que estén sanos. Pero además necesitamos que se cuiden porque son quienes, si contraen el virus, sufrirán los cuadros patológicos más serios y requerirán una atención médica más intensiva, con mayores recursos. Estos son escasos, y es necesaria la colaboración de todos para que los hospitales no colapsen.
Y necesitamos a nuestros vecinos. La cuarentena no es una circunstancia plácida para nadie. Obligados a estar todo el día en casa, necesitamos que hagan su aportación para una buena convivencia, igual que ellos necesitan la nuestra.
Y necesitamos a los influencers: que den el ejemplo y lo publiquen en sus redes para que sus legiones de followers se sientan tentados de imitarlo. Que ser ciudadanos ejemplares, por una vez, sea cool.
Ya hemos advertido que necesitamos a los proveedores de bienes y servicios básicos: alimentos, medicamentos. A los transportistas que los sacan de los campos y fábricas y los distribuyen por nuestras ciudades y pueblos. A quienes nos los venden en el comercio de proximidad.
Y necesitamos al Ejército, que tiene capacidad para levantar hospitales de campaña en tiempo récord y poner a su personal al servicio de la salud pública.
Y necesitamos al Gobierno: necesitamos que tome las medidas adecuadas. Y el gobierno nos necesita a nosotros colaborando para que esas medidas se hagan efectivas.
Y el Gobierno, además, necesita a la oposición –una oposición leal, con sentido de Estado–, y la oposición al Gobierno. Y la Casa Rosada a los gobernadores e intendentes, y todos estos a la Casa Rosada.
Y así sucesivamente, en una cadena de cadenas de necesidad recíproca, una red de redes de dependencia mutua.
Ahora bien, la sociedad se nutre de estas cadenas y redes también en condiciones normales. ¿Qué es, entonces, lo que nos obliga a ver más claro esta circunstancia crítica? Nos obliga a ver la necesidad indeclinable de construir esa cohesión social en tiempos de paz, de tranquilidad, para que podamos servirnos de ella cuando lleguen los momentos difíciles. Porque en esos momentos no solo es más difícil construir el pegamento social si no lo había, sino que además se pone a prueba el que hay. Son, por ponerlo en términos del sistema financiero, tests de estrés sobre el gluten de la sociedad.
La crisis es el momento en que cada uno puede optar por la solidaridad o por el sálvese quien pueda. Solo la cohesión social previamente construida puede evitar que tomen esta segunda opción quienes sienten que no necesitan a nadie y quienes sienten que nadie necesita de ellos.
Es un juego en el que ciudadanía y clase política salen a la cancha mezclados. En el mejor de los casos, cada uno se hará cargo de su responsabilidad individual, comprenderá al mismo tiempo que se trata de un juego en equipo, tomará la posición que le corresponda y hará lo mejor para el colectivo.
Pero no siempre se da el mejor de los casos, y resulta esencial tener presente cuáles pueden ser las consecuencias. Lo hemos visto recientemente en Cataluña, una sociedad fracturada por la grieta independentista. Ante la crisis sanitaria, mientras una gran parte de la comunidad ponía la salud por encima y por delante de todo, otra parte –entre la que se cuentan muchos de los más altos cargos del gobierno regional– priorizó su lucha político-identitaria. Le cerraron las puertas al Ejército español, que pretendía instalar hospitales de campaña y desinfectar residencias de ancianos; el presidente catalán renunció a firmar un acuerdo de unidad de acción contra el virus suscrito por todo el resto de presidentes autonómicos; se ha mantenido el pulso al Estado mientras Cataluña es la segunda región de España con más contagiados y más fallecidos. Y hablamos de decesos que se cuentan por miles.
Tuvo que llegar el Covid-19 para mostrarnos en toda su dimensión la gravedad de la grieta que –en distintos países, bajo diferentes circunstancias– algunos parecen alimentar tan alegremente. Es, ni más ni menos, cuestión de vida o muerte.
El coronavirus pasará. Llegarán –en palabras de Horacio– los tiempos serenos en que se abren las puertas de nuestras ciudades. Pero seguiremos necesitándonos los unos a los otros. No es poca lección, viniendo de una esferita de unos 120 nanómetros de diámetro.
Profesor e investigador en la Universidad de Gerona