La civilización argentina clama por un rescate de la decadencia
Puede parecer paradójico que en medio de esta prolongada crisis de decadencia alguien trate de destacar los aspectos positivos de un rascacielos que en apariencia se derrumba, pero es de justicia resaltar que aun en estos contextos la República Argentina es más que un país, es una civilización, un polo fundamental de este Occidente que también en apariencia luce frágil en estos tiempos.
Quizás el aspecto a considerar es que en algún momento del siglo XX el país pasó a ser generador de sus propios contenidos culturales. Hasta entonces, sus principales fuentes de provisión en ese sentido se podrían detectar en las corrientes autóctonas y coloniales de raíz hispánica y en las influencias europeas modernas, estas últimas asimiladas e impartidas desde sus elites –y la ciudad portuaria de Buenos Aires– y aquellas desde los sectores criollos y el interior del país. Cabe consignar que como consecuencia de haber sido un país casi desértico, al que arribaron importantes contingentes migratorios de origen europeo, la composición poblacional era mayoritariamente de ese origen. Y fueron esos inmigrantes y los capitales foráneos los que fundamentalmente edificaron el país que vio nacer el siglo XX. Si en la primera mitad de ese siglo las clases dirigentes miraron hacia Francia e Inglaterra –y no tanto hacia España, como otros países de América Latina– como fuente de inspiración para sus usos y costumbres y su arquitectura, es como que en algún momento se cortó ese cordón umbilical y el país pasó a procesar sus propios contenidos.
¿Cuándo se produjo ese quiebre? Es difícil detectarlo con precisión, y no fue seguramente un momento particular, sino más bien un proceso. Pero a mediados del siglo pasado, en algo que se gestó en los años 40 y cuajó en las décadas siguientes, las de los 50 y 60, la Argentina vivió un período de extraordinaria fertilidad creativa en su sociedad civil, aun cuando ya se había iniciado el proceso de decadencia que arrastra hasta nuestros días. Hubo una explosión de generación de valores en casi todas las áreas y disciplinas de la vida social.
En las artes plásticas fue un período fecundo, cuyas máximas expresiones se dieron con la irrupción de las vanguardias geométricas –el arte Madí y el arte concreto-invención–, continuando luego en el Instituto Di Tella y también con los personajes y paisajes elaborados con desechos del gran Antonio Berni. También en la música popular surgieron conjuntos y artistas que expresaron una voz nacional, al tiempo que el tango –tal vez la creación musical más auténtica y original– vivía un proceso de excepción, donde Buenos Aires fue la ciudad del mundo con mayor cantidad de conjuntos orquestales de calidad sublime. De más está decir que ese período fue pródigo en la literatura, con genios literarios como Borges –considerado por muchos el más grande escritor de lengua hispana del siglo XX– , Cortázar, Bioy Casares, Arlt y tantos otros. Lo mismo podría señalarse del cine nacional. La Argentina fue a la par una usina editorial, no solo de libros, sino de revistas que se leían en toda América Latina, como Billiken, El Gráfico, Para ti y Claudia –pionera esta última en tratar temas de sexo y feministas–. También la historieta tuvo un momentum de excepción con la gran creación de Dante Quinterno, Patoruzú (que ensambló la tradición y lo autóctono con la vida de su tiempo). O con expresiones más contemporáneas, como la universal Mafalda, del mendocino Quino, o los personajes del rosarino Fontanarrosa, lo que demuestra que la creación fue un fenómeno nacional. Y en otros planos de la vida, como el deporte, la Argentina ocupó un papel destacadísimo, con figuras como Fangio y los hermanos Gálvez en automovilismo, Pascualito Pérez, Gatica o Nicolino Locche en boxeo, sin desmerecer al fútbol local, que si bien no obtuvo ningún título mundial en esa época –las conquistas llegaron más tarde, en el 78 y el 86– era universalmente reconocido por su calidad.
¿Y quién puede cuestionar el nivel superlativo del teatro en Argentina? ¿O la actividad cultural que ininterrumpidamente ha girado en torno al Teatro Colón? Lo mismo se puede señalar de la ciencia, donde el país conquista a través de Bernardo Houssay en 1947 el primer Nobel en ciencias de América Latina, y en 1970 y 1984 obtienen ese galardón Luis Federico Leloir y César Milstein, respectivamente. Y ni que hablar de la larga lista de grandes médicos argentinos. Con el respaldo de todos esos acervos es como la Argentina se erigió en un ente civilizatorio autónomo, a diferencia de lo que sucede con algunas de las grandes naciones que integran el Commonwealth, donde la generación de valores culturales y sociales continúa delegada en la metrópolis del Reino Unido. La Argentina pasó a ser un país con sendero propio, con los aciertos y riesgos que ello implica.
Todo ese acervo explica también ciertos grandes sucesos de la Argentina productiva, aunque se hayan plasmado en décadas posteriores. El caso paradigmático es el fenómeno del sector agropecuario. Mucho se cuestiona que el país no es capaz de obtener logros colectivos; sin embargo, el sector del agro –tan fustigado y atacado por el kirchnerismo– es un ejemplo cabal de una conquista grupal para convertir al sector en uno de los núcleos de mayor desarrollo y productividad a nivel mundial, constituyéndose no solamente en un suceso económico, sino en un acontecimiento cultural en sentido amplio. Si bien la transformación productiva se potenció en los años 90 con el aporte extraordinario de los grupos CREA, es porque había un “colchón” civilizatorio que predisponía a asimilar y procesar la revolución tecnológica. Lo mismo se puede decir de las tantas industrias que en condiciones tan adversas se las ingenian para sobrevivir y crecer a lo ancho y a lo largo del país. Y en el caso más reciente de las empresas tecnológicas que salieron a luz con tanto éxito, se trata de un fenómeno que fue posible porque se sustentó en esa columna civilizatoria que es el país, no son creaciones que surgieron de la nada. Los emprendedores se formaron y cultivaron en colegios y universidades que están imbuidos de ese rico bagaje cultural. Esa savia invisible de vivencias y conocimientos aún circula en todo el sistema sanguíneo de las instituciones y estructuras del país. De ella se nutrió Jorge Bergoglio para llegar con total solvencia a ser la cabeza de la Iglesia.
Hay además una suerte de “protocolo” genuinamente argentino para encarar los problemas y la realidad, que explica por qué tantos argentinos triunfan desempeñándose por el mundo.
En el continente americano se produjeron dos grandes procesos de síntesis de la civilización occidental: uno en el norte del continente, de raíz sajona y plasmado en los Estados Unidos; y otro en el sur, de corte latino y encarnado en la Argentina. Es verdad que no se pueden soslayar los lacerantes niveles de pobreza ni el colosal deterioro del sistema educativo; no obstante, el mundo parece estar ofreciéndole a la Argentina otra nueva gran oportunidad: la energía y los alimentos serán en un mediano plazo no lejano dos sectores estratégicos de sostenida demanda mundial, que de proveerse los estímulos correctos pueden transformarse en dos pilares con los cuales mitigar y revertir esos flagelos que hoy nos abruman.
Frente a este panorama, esta civilización argentina clama por nuestro compromiso para rescatarla y no permitir que acabe carcomida por este denigrante proceso de decadencia que la tiene atrapada desde hace tantas décadas.ß