Río Negro y el Congreso: censura y sumisión intelectual
Las listas negras ya no se escriben en papel, pero existen y son evidentes en circuitos académicos y culturales
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¿El pluralismo está amenazado en la Argentina? ¿Se ha restringido, poco a poco, la libertad para debatir, discrepar y plantear ideas contra la corriente? Son preguntas que deberían sonar extemporáneas cuando estamos a punto de celebrar 40 años de democracia ininterrumpida. Sin embargo, la crónica cotidiana revela síntomas alarmantes.
Con modos más o menos burdos, a veces explícitos y a veces solapados, instituciones y medios públicos practican lisa y llanamente la censura. Las listas negras ya no se escriben en papel, pero existen y son evidentes en circuitos académicos y culturales. En muchos ámbitos universitarios se aniquiló el debate y combaten toda discrepancia en nombre de un discurso único que se autopercibe progresista. Los censores se adjudican a sí mismos una supuesta superioridad moral y se arrogan el derecho de suprimir voces y autores en cátedras que se manejan como si fueran cotos ideológicos. Las redes sociales funcionan como pelotones de fusilamiento para “disciplinar” a cualquiera que se arriesgue en las aguas peligrosas de la “incorrección política” o desafíe, con sus opiniones o su arte, las ideas dominantes en las esferas de poder.
Hace unos días, la Biblioteca del Congreso canceló la presentación de un libro por razones ideológicas. El episodio provocó un efímero revuelo, pero la censura no alcanzó la dimensión de un escándalo, tal vez porque se ha naturalizado y porque es costoso defender el derecho a expresar ideas “inconvenientes”. Es un libro que propone discutir la mirada sobre los años setenta y que denuncia supuestas irregularidades en el pago de indemnizaciones por el terrorismo de Estado. Si su tesis y sus datos fueran erróneos e inconsistentes, ¿hay que silenciarlo o confrontarlo con argumentos e información? Si propusiera un debate incómodo, ¿hay que prohibirlo o discutirlo? Las respuestas de una sociedad plural parecerían obvias: la censura es un regreso al oscurantismo y al totalitarismo. Las bibliotecas públicas son (o deberían ser) garantías de diversidad. Y esa capacidad de hacer lugar a lo diverso se pone en juego, precisamente, cuando exige mayor apertura y cuando la disidencia provoca mayor rechazo en quien debe garantizar el pluralismo. Es fácil ser abiertos cuando coincidimos, lo difícil, y lo indispensable en una sociedad democrática, es serlo cuando discrepamos.
¿Pero qué lugar hay para el disenso cuando las universidades, por ejemplo, se convierten en instituciones al servicio de una facción?
En la misma semana en que la Biblioteca del Congreso prohibió la presentación de un libro, se hizo un acto en la Universidad Nacional de Río Negro que muestra, de cuerpo entero, el clima dominante en las universidades. El acto fue noticia por el discurso de Cristina Kirchner, a quien esa casa de estudios le entregó un doctorado honoris causa. Pero el discurso verdaderamente revelador fue el del rector de esa institución. Mostró sin disimulo la forma en la que muchas universidades se han convertido en gigantescas y costosas organizaciones de activismo político. Habló como militante, a pesar de ejercer un cargo académico. Disfrazó de acto institucional un encuentro partidario y presentó como “clase magistral” la arenga de una dirigente sectorial. Exaltó con orgullo, además, que la “distinción académica” fue avalada “por unanimidad” en el consejo superior de la universidad. Ni una discrepancia ni un matiz. La unanimidad es, en este caso, la prueba categórica de una hegemonía ideológica que es, precisamente, lo que no debería existir en una universidad.
El caso de Río Negro no es una excepción. De hecho, Cristina Kirchner lleva acumulados siete doctorados honoris causa en casas de altos estudios nacionales. Es probable que ni César Milstein ni Jorge Luis Borges hayan llegado a tantos. Pero lo que revela esta hegemonía universitaria es un clima cada vez más desfavorable para el pluralismo y la diversidad. ¿Qué margen hay para debatir o levantar una voz discordante en claustros que reivindican el sectarismo, la unanimidad y la militancia partidaria enquistada en sus resortes institucionales? El que intente romper la unanimidad quedará expuesto a la intemperie, donde es casi imposible ascender, ganar concursos, acceder al circuito de publicaciones o participar de congresos internacionales.
¿Quién va a escandalizarse por la censura en la Biblioteca del Congreso si las instituciones culturales y académicas están colonizadas por el pensamiento único? Muchos se horrorizan en silencio. Los ecosistemas en los que rige la intolerancia suelen conducir al repliegue de las mayorías: “No te metas, no digas nada… es más lo que se puede perder que lo que se puede ganar”. Esos razonamientos “defensivos” instalan, en ámbitos intelectuales, una indiferencia o acostumbramiento que, en algunos casos, roza la complicidad.
Ni el discurso del rector de Río Negro ni la exclusión de un libro en la Biblioteca del Congreso son hechos aislados ni disonantes. En realidad, pasan casi inadvertidos porque se confunden con el paisaje general y sintonizan con un clima de época. El poder milita contra el pluralismo y la diversidad. Si no puede censurar, practica el bullying por redes sociales. Es un método que también se ha naturalizado, y que muchas veces genera temor y hasta fomenta la autocensura. La vocera presidencial, que representa “la voz” del Gobierno, es una de las más entusiastas promotoras de los “pelotones de fusilamiento” digital. En los despachos oficiales suelen hacer lecturas sesgadas o literales hasta de dibujos publicados en los diarios, y salen, con dedo acusador y retórica pendenciera, a tachar de “machistas”, “racistas”, “oligarcas” o “negacionistas” a quienes tengan la osadía de proponer un razonamiento complejo, disidente o contra la corriente. Se busca es intimidar al que “no está de este lado” o “no es del palo”.
Los resortes públicos son manejados con sentido de apropiación ideológica. No solo se ponen filtros en las bibliotecas, sino que funcionan comisariatos políticos en la TV Pública, así como en las secretarías, institutos y ministerios vinculados con la cultura. Los subsidios, becas, viajes e invitaciones se administran como una piñata “para los nuestros”. En el acceso a los “auspicios oficiales”, más fácil que probar la existencia de “listas negras” es verificar la vigencia de “listas blancas”: se observa un “elenco estable” que siempre está en primera fila a la hora de recibir el generoso apoyo del Estado. Por supuesto que muchos tienen innegable talento, pero a la hora del reconocimiento y los honores públicos, ¿el talento siempre está del mismo lado? La política de estímulos y reconocimientos, ¿se rige por reglas claras y ecuánimes o por un régimen arbitrario de simpatías y afinidades?
Durante décadas, el kirchnerismo ha destinado una inmensa cantidad de recursos a “seducir” a la progresía intelectual, que en muchos casos se ha sentido “justamente reconocida y valorada”. El resultado está a la vista: la sumisión y la obsecuencia de buena parte del “establishment” académico y cultural, rendido ante el poder de manea acrítica. El ego y los contratos suelen doblegar cualquier espíritu de rebeldía. Lo de Río Negro ofrece una postal descarnada de ese fenómeno: se deja de ser “universidad” para ser “unanimidad”.
La censura y el pensamiento único encuentran, mientras tanto, amparo en un contexto global que, en muchos casos, y más allá de fronteras ideológicas, también ha retrocedido a estadios predemocráticos. Nada menos que la BBC excluyó al célebre presentador deportivo Gary Lineker por sus opiniones contra la política migratoria, aunque ahora dio marcha atrás. En Europa quieren reescribir la literatura infantil para que los libros de Roald Dahl, por ejemplo, no digan “gordo” ni “feo” porque son términos que pueden “ofender” a lectores sensibles. La corrección política se convierte en aliada de ideologías autoritarias para resucitar “la hoguera” en plena era digital.
En ese clima, una pulsión de intolerancia se lanza a censurar, aun cuando el censurado muchas veces lo agradece. Es sabido que esa práctica solo “agranda” y magnifica el interés por lo que se ha intentado esconder o silenciar. En nombre del progresismo se proponen la censura y las listas negras, mientras se busca la sumisión y se fomenta el “no te metás”. ¿Puede concebirse algo más regresivo? En un país carcomido por la inflación, desafiado por el narcotráfico y amenazado por la inseguridad, todas estas parecen inquietudes periféricas. Pero la pregunta de fondo sería: ¿nos resignamos a que el poder imponga una sectaria negación del pluralismo? Lo que se juega, más allá de la transparencia y la diversidad, es la calidad de una democracia que está a punto de cumplir 40 años.