La cáscara de la mandarina
La cáscara de la mandarina es tan genuina mandarina como los gajos y participa, diríamos que hasta el hartazgo, de la más sustantiva esencia mandarinera; sin embargo, no deja de ser cáscara y a nadie extrañará que se la tire.
Puesto esto en clave administrativa, significa que entre los problemas importantes algunos son más importantes que otros. La cuestión es determinar cuáles, lo que no siempre es fácil, pues cada caso es un caso distinto. Así, en ese ejemplo, para el frutero los más importante sería la cáscara, al fin y al cabo el envase de su mercadería, que lustra prolijamente.
La confiada Buenos Aires vio en su autonomía la llegada de una adultez que anulaba las viejas dependencias infantiles. La misma palabra municipio sonó en su momento si no a insulto, al menos a capitis diminutio . En adelante no habría ya las feas vulgaridades de la calle, sino cosas delicadas como "juego de las instituciones", "representación participativa", "negociaciones con el poder central en pie de igualdad". De que en un área urbana el meollo de todo es, inevitablemente, la función municipal, oscuro menester sometido al rasero vecinalista, nadie quiso acordarse.
La consecuencia fue una perniciosa epidemia no de útiles barrenderos, sino de apostadores compulsivos: si llueve, es seguro que se inunda; por lo tanto, si no llueve ahora, no habrá inundación ahora. Por ahí, ¿quién dice?, en una de ésas hoy nos salvamos y mañana también. A la larga es como decía Keynes, pero entretanto se vive.
Un día llueve y Belgrano se inunda; al siguiente, alguien piensa que hay que hacer nuevos desagües. Otro día se advierte que la suciedad en las calles es vergonzosa y que hay que limpiarlas. Un tercero, alguien por fin contempla la marea de cartoneros y mendigos, o protesta por la displicencia con que se prestan los servicios públicos.
Graves problemas todos, pero a no confundirse: son la cáscara de la mandarina. El verdadero problema es que la solución de esos y de cuantos otros se imaginen son gastos, considerables gastos, enormes gastos, gastos descomunales, por otra parte ineludibles en la convivencia urbana.
Pero, contradictoriamente, la restricción de gastos es la voz de orden de la política argentina. Hay que ahorrar, amortizar, resguardar y, en pequeño, los hombres políticos porteños -cuyo horizonte, además, es la actuación en escenarios mayores- acomodan sus miras a la dirección de los vientos predominantes. Por muchos motivos está bien que lo hagan, pero sucede que se trata de una aberración municipal: el ahorro, ponderado por previsores y por banqueros, es un crimen de lesa ciudad, aquí y en cualquier lugar del mundo. Peor aún: como, por definición, no se trata de gastos dirigidos a paliar tal o cual drama concreto de Fulanita o Menganita, he aquí que son siempre irremisiblemente suntuarios .
Hijos de una época que nos los ayuda, funcionarios y aspirantes para quienes la corrección política es la única garantía de supervivencia y posibilidad excluyente de prosperidad futura, apenas si atinan a manejar una entidad sujeta a valores tan diametralmente opuestos a los que pregonan. Un poco a los tropezones lo hacen, pero eso ya no es gestión de gobierno sino esquizofrenia, algo así como una consideración hamletiana de la tiranía mediática.