La casa más ilustre de Florida
En la calle más famosa de la ciudad de Buenos Aires, en los albores de la patria, se encontraba el hogar de una distinguida dama que recibía a lo más granado de la sociedad porteña de entonces
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Si se hiciera un ranking de las calles de la ciudad de Buenos Aires más conocidas por la gente en el país, surgirían en el tope de la lista la 9 de Julio, Corrientes y Florida. Si seguimos con este juego de rigurosidad científica difusa, se puede decir que, de las tres mencionadas, dos son avenidas, así que no entrarían en el conteo. De modo que, así las cosas, sería Florida la calle más popular. Y es a la historia de esa arteria peatonal, comercial y llena de ‘arbolitos’, a lo que me voy a referir en este espacio. Y también, a la casa de quien fuera una de sus vecinas más ilustres.
No fue una de las calles principales de aquella ciudad fundada por Juan de Garay en 1580, ni tuvo en su trazado un templo que la destaque, pero su ubicación próxima a la plaza principal y a la Catedral porteña convirtieron a Florida en una de las más transitadas del centro. La calle, que en los primeros tiempos fue bautizada San José, sería una de las primeras en adoquinarse, a finales del siglo XVIII. De hecho, más allá de su nombre real, los ciudadanos la llamaban familiarmente “la calle del empedrado”.
Florida, antes de ser Florida, fue también uno de los escenarios principales de los combates por la defensa de la ciudad en las dos invasiones inglesas de 1806 y 1807. De hecho, en el año 1808, la ciudad reconquistada modificó su nombre y le puso el de Baltasar Unquera, teniente de navío y edecán de Santiago de Liniers, que perdió la vida en el fragor de la batalla contra el enemigo británico.
En 1810, los vecinos de Unquera se conmovieron felizmente, al igual que el resto de la ciudad, con los vientos revolucionarios de la semana de mayo. A partir de allí, ya nada fue lo mismo. Y en esa Buenos Aires que se encontraba, como el resto del territorio, en pos de su independencia definitiva, una mujer, vecina de la calle que estamos describiendo, se convertiría en el centro de la vida social. Se trataba de Mariquita Sánchez de Thompson. En su casa, que hoy estaría en Florida al 200, cerca de la intersección con la actual Perón, se producían las más renombradas tertulias, a las que concurría la crema y nata de la sociedad de entonces.
La fachada de la vivienda de Mariquita contaba con tres ventanas y una ancha puerta. Cinco escalones de mármol daban acceso al patio del lugar, y a la derecha estaba el salón donde sucedían los grandes encuentros. Sus muros estaban tapizados “de riquísimo damasco de seda”, en los techos había “espejos enmarcados”, de donde “pendía una riquísima araña” y había también una “gran chimenea francesa”, según la descripción del lugar que aparece en el libro Historia de la calle Florida, de Ricardo Llanes.
En ese salón se hablaba de libros, modas, viajes y política, se tocaba el piano y el arpa, entre otros instrumentos y en un espacio cuyas dimensiones permitían la presencia de 60 parejas, los invitados bailaban el minué, la polka y la contradanza.
Pero en la mansión de Mariquita también se tejían los planes para la emancipación patria. En una de sus dependencias se reunía Logia Lautaro, el grupo secreto que urdía estrategias para la libertad de las colonias. Entre otros, asistían a esas reuniones San Martín, Guido, Anchorena y Monteagudo. Y por supuesto en ese salón, como es sabido, alguna noche de 1813, se entonó por primera vez el Himno Nacional.
Cuando Mariquita murió, en 1868, Florida ya era Florida, en homenaje a una batalla por la independencia desarrollada en una localidad boliviana con ese nombre. La sala de las grandes tertulias con los años quedó sepultada en el olvido. Llanes cuenta que, en sucesivos años, la casa se usó para montar caballerizas, luego, como un inquilinato, y más tarde, su enorme patio se utilizó como reñidero de perros y de gallos.
Hoy, varios comercios ocupan ese predio otrora histórico. Y, vaya paradoja, en las inmediaciones de donde ayer se escuchara el Himno Nacional, ahora se oye una cantinela que, mal que mal, también forma parte de nuestra identidad: “¡Cambio! ¡Cambio!”.